Mi humilde petición

Sería de agradecer que cada cual deje sus comentarios en la entrada que crea oportuna...tanto los buenos como los no tan buenos. Así puedo hacerme una idea de cómo mejorar y en qué aspectos :)

martes, 1 de octubre de 2013

El guerrero

Un suspiro y media vuelta.
Llevaba horas tumbado en su lecho, esperando a que despuntara el alba. Sabía que debía estar descansado al día siguiente, pues iba a ser un día importante; sin embargo, no era capaz de conciliar el sueño. Había dado varias cabezadas ligeras, sin apenas terminar de cerrar los ojos, pero se despertaba en seguida, de golpe y sopetón: estaba demasiado nervioso como para dormir.
Hacía rato que había desistido en el intento de mantener la raída sábana sobre su inquieto cuerpo pues, cada vez que se giraba, éstas acababan apresándolo firmemente o en el suelo.
Los primeros rayos de sol colorearon el cielo y sonó el canto de un gallo madrugador. Había llegado la hora de levantarse...¡Por fin! Estaba nervioso y cansado, pero la hora de la batalla final se estaba acercando y su incertidumbre llegaría a su fin.
Con deliberada lentitud, pasó una pierna por el borde de la cama, seguida de la otra, y se incorporó. Tras desperezarse y estirar la espalda, se pasó las manos por la cara y el pelo, pensando cuál sería el siguiente paso que tenía que dar. Le pareció que pasaba una eternidad sentado en la cama hasta que finalmente decidió ponerse en pie. No tenía ningunas ganas de enfrentarse a su cruel destino.
"El enemigo nos advirtió que hoy sería la última batalla", reflexionó mientras buscaba su ropa interior. "Las batallas anteriores no eran más que un entrenamiento para llegar a esta. Esta batalla decidirá mi futuro; esta batalla dará fin a la guerra o la alargará un año más... Y yo he de salir victorioso o perecer en ella".
Frenó en seco sus reflexiones al darse cuenta de que se había colocado los calzones al revés; con cara de disgusto, volvió a quitárselos, se los puso del lado que era, y recogió del suelo la cota de malla que había dejado tirada la noche anterior de cualquier forma.
"He luchado y ganado todas las batallas anteriores...deberían eximirme de luchar en esta, dármela por ganada también", pensó mientras se ajustaba el peto sobre la cota de malla. "Me está estrecho...¿Por qué lo pedí tan estrecho?"
Terminó de ajustarse las botas de hierro sobre los calzones, protegiendo así las partes del pie y la pierna que no cubrían el resto de la armadura. Se echó un vistazo a sí mismo, suspiró un tanto abatido y salió de su pequeña habitación.
Pronto tuvo que hacer frente a su primer desafío de ese día: su madre le salió al paso al cruzar por delante de la cocina, de camino a la calle.
-¿No vas a desayunar nada?- le preguntó.- Hoy va a ser un día muy importante y vas a necesitar muchas fuerzas.
-No tengo hambre, mamá- le respondió él- además, no tengo tiempo para comer nada, ya llego tarde.
- No puedes enfrentarte a un enemigo tan poderoso con el estómago vacío- le reprendió ella- has de actuar con astucia, y no podrás hacerlo si te distrae el hambre.
Con un suspiro de resignación el héroe cogió un trozo de pan, lo untó en mantequilla, y se lo comió de un bocado que ayudó a bajar con un trago de leche.
-Adiós, mamá- le dijo mientras salía de la cocina.
-Vuelve pronto- susurró ella con la cara crispada en una mueca de frustración. Definitivamente, no creía que un trozo de pan con mantequilla y un trago de leche fuesen un desayuno suficiente...¡Y menos si no masticaba el pan! Poco a poco se le fue suavizando la expresión en el rostro; al fin y al cabo, su hijo estaba nervioso por la dura batalla que iba a tener que librar.
Antes de salir de casa, en el recibidor, el joven guerrero se ajustó el yelmo sobre los rizos azabache y enfundó su espada.
Con paso decidido, atravesó el umbral de la puerta, se dirigió al establo, montó sobre su caballo más veloz y lo espoleó para que enfilase el camino que tenía delante. Al cabo de una hora, descabalgó del animal y lo ató junto a los demás caballos, los de sus compañeros de batalla; junto a estos, cientos de carruajes permanecían aparcados, esperando el regreso de aquellos guerreros que habían optado por un viaje más cómodo y rápido. Y, delante suya, el edificio donde se llevaría a cabo la batalla.
Tras comprobar que su espada seguía en su sitio, y aparentando más tranquilidad de la que realmente sentía, el caballero se alejó de su caballo y atravesó los pesados portones del edificio. Había llegado la hora.  
No había nadie en los anchos pasillos de aquel edificio...¿Qué hora era? ¿Acaso estaban todos enfrentándose ya a su feroz enemigo? ¿Habían empezado sin él? La prisa se apoderó de su cuerpo y obligó a sus piernas a correr. Tan rápido recorrió los pasillos que a punto estuvo de pasar por alto la gran sala donde se reunían sus compañeros de batalla y el enemigo.
Se colocó frente a la puerta, respiró hondo para serenarse y asió el pomo de la puerta con firmeza y coraje. A fin había llegado la hora.
Entró en la sala con paso decidido, miró a su enemigo resueltamente, y se sentó donde éste le indicaba, deshaciéndose del pesado yelmo. Afortunadamente, la batalla aún no había comenzado.
Un par de interminables minutos y tres rezagados más tarde, el enemigo colocó su desafío delante de cada valeroso guerrero. A su señal, los silenciosos guerreros desenfundaron sus bolígrafos y dieron la vuelta al papel que aguardaba en sus pupitres. El examen había comenzado, y la suerte estaba echada.  

martes, 27 de agosto de 2013

La nana

El niño está nervioso, busca palabras que no encuentra, y el único consuelo que yo puedo darle es mi hombro. Noto cómo se le corta el llanto en un suspiro que nada bueno aguarda y, asustada, guío el torrente de sus lágrimas hacia mi hombro, para que no se pierdan.
-Shhhh- le susurran mis labios, tiernamente apoyados sobre su frente.- Shhhh.
El suspiro se pierde entre sus dedos crispados, pero noto cómo relaja los hombros, libres del peso de las palabras que peleaban por salir. Dejo que mis dedos se pierdan entre los hilos de su pelo, tomo aire y, sin abrir la boca, dejo que las palabras atraviesen mis labios.
Lentamente, casi con pereza, dejo que mi nariz dé forma al aire que expele.
"¿Dónde está...?"
El niño levanta la cabeza y me mira. "¿Qué?", me pregunta su mirada, su gesto, y hasta las palabras que no puede pronunciar: no le doy tiempo.
"¿...mi niño chico...?"
Sigo entonando. El ritmo es tan lento que la melodía queda deforme, privada de los acordes que le dieron la vida. Pero él entiende y vuelve a posar la cabeza sobre mis hombros, conforme.
"¿...que lo quiere su mamá?"
Las palabras se cortan sin ser pronunciadas; apenas se intuye su forma entre la destrozada melodía, carente de la mitad de sus notas. Pero él las entiende. Noto cómo sonríe sobre mi pecho.
"¿Dónde está...?"
Las notas, las pocas notas que abandonan el aire de mi nariz, suenan chirriantes, incompletas, como elegidas al azar en un instrumento mal afinado. Pero el niño se relaja; primero caen los hombros, espira el aire retenido, y deja que sus brazos y piernas recuperen el peso que evitaba depositar en mí.
"¿...lo más bonito?"
Un ronquido. La melodía es tan lenta, tan perezosa, que cada palabra tarda poco menos que una eternidad en cruzar la barrera de mis labios, aún cerrados. Se oye otro ronquido, profundo y suave, apenas más alto que un suspiro. Yo sigo.
"Dímelo tú dónde está"
Mis espiraciones son cada vez más bruscas, más distanciadas, y la melodía sale cada vez más mutilada; las suyas, sin embargo, son cada vez más amplias y suaves, a cada cual más relajada.
Acabo mi melodía y ésta, cuya agonía ha sido tan lentamente alargada, está feliz de ser acabada.
El niño descansa. Su respiración es cada vez más pausada, su cuerpo más pesado. Una débil sonrisa ilumina su cara.
Y yo permanezco atenta: no puede ser tan fácil...¿O sí?
No tarda en llegar.
El brazo del niño se crispa en un pequeño espasmo. Lo sigue el resto del cuerpo. Su respiración se vuelve agitada y gime asustado. Una pesadilla.
Deslizo los dedos a lo largo de su rostro, y su cuerpo deja de moverse, pero su pecho sigue subiendo y bajando a un ritmo desenfrenado. Y yo vuelvo a empezar.
"Despierta, niño despierta"
Ésta vez tarareo la melodía: es más fácil, cansa menos, y consigo rescatar todas las notas. Aun así, sigue siendo lenta y muda, sin más sonido que el "tarara".
"Que el día ya comenzó"
El niño vuelve a respirar suave, tranquilo.
"Y los pajaritos cantan"
Su cuerpo descansa, laxo y pesado, sobre mi brazo y mi pecho.
"Y las nubes se levantan"
Acabo la nana por segunda vez. El niño abre los ojos y me mira desconcertado. Yo le beso la frente.
-Ha sido una pesadilla- le susurro.
Él sonríe, se da la vuelta y cierra de nuevo los ojos. Ésta vez, mis labios susurran cada palabra en su oído, suaves, tiernas, siguiendo la melodía tal y como la marcan sus tiempos y silencios. Al fin, el niño se duerme. Me quedo a su lado, observando sus sueños y desterrando las pesadillas que le amenazan.
El niño duerme, las pesadillas ya no están.
"La luna ya se escondió".

lunes, 25 de marzo de 2013

EPÍLOGO


-¿María? María, despierta -la llamaba su padre.
La chica de dieciséis años abrió los ojos. Aún tenía la cabeza apoyada en el frío cristal de aquella habitación en el crucero.
-Ya está saliendo el sol, -la informó su padre- te vas a perder las pocas vistas que vamos a tener de este fiordo.
La chica miró fuera y descubrió que el enorme barco había comenzado a moverse para salir del fiordo. Se fijó en los árboles que podía atisbar a través de los dispersos jirones de niebla que quedaban.
A pesar del frío que debía hacer en cubierta, se levantó, salió y se apoyó contra la barandilla, con la mirada perdida en el espeso manto verde que comenzaba a abrirse ante sus ojos.
Recordaba haber soñado algo mientras dormía, e intentó evocar las imágenes del sueño. No sabía bien lo que era, pero sabía que había sido un sueño muy real.
De repente, una brisa fría, casi helada, le acarició la cara y se metió en lo más profundo de su cuerpo, desafiando las cuatro capas de ropa que llevaba puestas a pesar de ser mediados de julio; en Noruega, eso era normal, por mucho que se quejasen los demás.
La brisa se hizo insistente, y comenzó a dañarle la piel. Algo más espabilada, María sintió, de alguna forma, que el frío trataba de advertirla sobre algo, sobre un peligro, pero no acertaba a adivinar de qué se trataba. Entonces, sin previo aviso, un escalofrío recorrió su espalda, haciendo que se arqueara ligeramente, y sintió una pequeña punzada de dolor en lo más profundo de su ser, tan pequeña, que casi creyó que era sólo el recuerdo de haberlo sentido antes; sus ojos se nublaron momentáneamente, y sintió que se mareaba cuando la imagen ante sus ojos se combó y volvió a su posición normal. Fue entonces cuando la chica recordó una imagen de su sueño…una imagen, y un nombre: era una duende en medio de un bosque que acababa de quedarse solitario, excepto por la presencia de la propia duende y una dríade que se acercaba a ella. ¿Cómo se llamaba? Sí, ya recordaba, se llamaba Dumbaria, lo recordaba porque ese nombre contenía el suyo propio. Dumbaria.
Un desgarrador grito llegó a sus oídos, arrastrado por la brisa.
Ella conocía ese grito, lo había oído antes en algún sitio. Era un grito lleno de dolor y tristeza, un grito desesperado. Era un grito que había escuchado mientras soñaba, y ahora había vuelto a escucharlo porque había evocado la imagen de la duende llamada Dumbaria… ¿o no?   

LA GUERRA EN LA NIEBLA XVI


En ese momento, un tremendo escalofrío recorrió la espalda de Dumbaria haciéndola encorvarse hacia atrás. Un desgarrador alarido atravesó las barreras de su boca, rasgando el silencio que había caído sobre el renovado campo de batalla tras la retirada de todos los soldados. Un reguero de lágrimas cayó sobre la hierba que había a sus pies, tornándola negra. Su cuerpo cayó inerte al suelo, y sus ojos abiertos dejaron de ver nada, nublados por el dolor. Antes de desmayarse llegó a ver una imagen en su cabeza: un trasgo que había sobrevivido había atacado a Jyles por la espalda. El duende que en ese momento estaba desprevenido y agotado, había caído inconsciente.
Dumbaria despertó en los brazos de una dríade que acudió en su ayuda, pues se encontraba a escasa distancia de la duende cuando ésta gritó. Dumbaria notó que tenía la cara empapada, y aún sentía un gran dolor en su interior, aunque iba remitiendo. Abrió los ojos y vio la cara de preocupación de la dríade que, asustada, intentaba encontrar la causa de tal grito.
-¿Te encuentras bien, Dumbaria? -le preguntó- ¿Qué ha pasado? -su voz era entrecortada y nerviosa, y Dumbaria podía notar que le temblaban las manos.
-¿Dónde está Jyles, Ïrina? ¡¿DÓNDE ESTÁ JYLES?!
La dríade miró a su alrededor, intentando avistar al duende.
-No lo sé, no lo he visto regresar. - la preocupación se acentuó en su rostro, y su mirada se oscureció como una noche sin estrellas- ¿Qué ha pasado? -volvió a preguntar Ïrina, presa del pánico- ¿Está bien Jyles?
Sin responder, Dumbaria se levantó de un salto y comenzó a correr, esquivando los árboles, hacia el lugar donde sabía que había caído su compañero, ya olvidadas las náyades y las sirenas. Cuando llegó al sitio en cuestión, Dumbaria no vio más que árboles y un hueco vacío en la hierba.
-No puede ser -dijo en voz alta, a nadie en particular.- No puede ser -repitió desesperada.
Se desplazó a lo largo del claro, aún sin creerse que el duende no estuviese allí, inconsciente, pues eso suponía que el trasgo se lo había llevado prisionero. Sabía que estaba vivo, podía notarlo, pero muy débil, seguramente en algún lugar donde no podría renovar su magia. Estaba temblando descontroladamente, por lo que se abrazó el cuerpo para evitar que sus manos y brazos siguiesen agitándose con violencia.
“¿Jyles?”, intentó llamarlo. “¡¡¡JYLEEEEEES!!!”, gritó, desesperada, cuando no obtuvo respuesta.
Dumbaria, asustada y desesperada, se dejó caer  de rodillas y comenzó a llorar amargamente. Allí donde sus lágrimas caían, una florecilla negra nacía llena de vida, de tristeza y melancolía.
La niebla acabó de dispersarse del todo y los primeros rayos de sol que se veían aquella mañana acariciaron el rostro de Dumbaria, débilmente, como si temieran borrar sus lágrimas. Uno de esos rayos, más despistado que los demás, se aventuró en el claro, ligeramente a la derecha de Dumbaria, haciendo brillar algo que había en el suelo.
La duende, aún con los ojos anegados en lágrimas, fijó la vista en el objeto brillante; se trataba de un anillo de plata recogido en una fina cadena. El anillo de Jyles.
Como si de un sueño se tratase, Dumbaria se levantó y se desplazó hacia donde brillaba el anillo. A cada paso que daba, varias florecillas negras nacían a los lados de sus pies creando un pequeño caminito delimitado por las mismas. La duende recogió el anillo del suelo y lo miró como si no supiese qué era. Sintió en sus dedos el peso de las dos espadas de su compañero, luchando por salir de la prisión que les confería el anillo para volver con su dueño.
A su alrededor ya había formado un manto de florecillas negras bastante altas cuando la mano de la duende se cerró en torno al anillo, con fuerza. Su mirada se tornó oscura y su rostro furioso, vengativo. Tan rápido como habían aparecido, las lágrimas dejaron de manar de sus ojos y se secaron en su rostro en su camino hacia el suelo.
Dumbaria levantó la cabeza y miró al horizonte. Se colocó el anillo de su compañero alrededor del cuello, junto al suyo y, decidida, comenzó a moverse hacia donde su instinto la guiaba. Su paso era lento y suave sobre la hierba, pero no había rastro de duda en sus movimientos…

LA GUERRA EN LA NIEBLA XV


Dumbaria ya había comenzado con dichas tareas. Los que habían acabado la guerra se dedicaron a buscar a los heridos ayudándose de su capacidad, aunque más reducida que la de Dumbaria y Jyles, de comunicarse entre sí. Los ayudaban a recuperarse, siempre empezando por los más dañados, y éstos a su vez, una vez recuperados, ayudaban a los demás.
Dumbaria se fue acercando a los coros de silfos protectores y los ayudó a recuperarse con mayor rapidez. Éstos, una vez recuperados del todo, se unieron a las hadas más jóvenes en su tarea de enviar energía a las hadas que mantenían activo el hechizo, ya que era necesario que la niebla perdurase, al menos, hasta que todos los trolls estuvieran recuperados y refugiados en las montañas. Las hadas, a pesar de haber sido las primeras en ponerse a trabajar, serían las últimas en regresar a tierra.
Puesto que los elfos habían sido los menos dañados durante la batalla, exceptuando alguna baja y algún que otro muerto, se dedicaron, por grupos, a ayudar a los dragones, pues ellos no tenían la misma capacidad de renovar sus energías que las otras criaturas más pequeñas, y requerían de la ayuda de éstas.
Otro grupo de elfos, por su parte, fue hacia la zona quemada para extraer la energía maligna de la tierra y expulsarla de sus cuerpos, para ayudar a la hierba y los árboles a regenerarse con mayor prontitud. El fuego era, sin lugar a dudas, el peor enemigo de la Madre Tierra. Continuaron con esta tarea hasta que el color negro desapareció por completo de la tierra y los árboles; poco a poco las primeras briznas verdes sustituyeron a las quemadas, y más lentamente aún, los troncos de los árboles recuperaron su color marrón, y pequeñas hojas empezaron a aparecer en los extremos de sus ramas.  Mientras el resto de las criaturas se recuperaban, los elfos ayudarían a recuperarse a la Madre Tierra.
Tras su trabajo con los silfos, Dumbaria se dirigió hacia el dragón más cercano, uno de los que aún no recibía ayuda. Era uno de los más jóvenes, uno de los que había ido con jinete, tenía un profundo corte triple en el cuello, producido por los colmillos de uno de los lagartos, y agonizaba ya  a punto de morir; el jinete estaba unos metros más allá, sin vida.  La duende se acercó al dragón y posó sus manos junto a sus heridas. Empezó a transmitirle la energía de la Madre Tierra a la pobre criatura con tanta fuerza que sintió que le transmitía parte de la suya propia. Muy lentamente, el pequeño dragón volvió a abrir los ojos, y más lentamente aún Dumbaria notó cómo se cerraban las enormes heridas bajo sus manos. La respiración del dragón se fue normalizando poco a poco hasta que las heridas cerraron del todo. La duende dejó caer las manos y, exhausta, cayó de rodillas sobra la hierba y comenzó a absorber energía para sí misma.
El dragón se mantuvo tumbado un rato más, recuperando las fuerzas por sus propios medios.
Dumbaria se dirigió hacia otro de los dragones, y realizó el mismo proceso. Vio, por el rabillo del ojo, que los trolls habían comenzado a replegarse, llevando consigo a los más débiles, mientras los ayudaban transmitiéndoles su energía propia.
“¿Jyles?”, llamó. Hacía ya rato que el duende debería haber regresado y, a pesar de que si le hubiese pasado algo, ella lo habría sabido, empezó a preocuparse.
“Estoy llegando, he tenido un pequeño contratiempo”, le respondió, al tiempo que le mostraba una imagen de una de las criaturas peludas, que al parecer había huido de la batalla,  embestir contra él hasta que el duende consiguió vencerlo. La diferencia de tamaño y el cansancio del duende habían hecho que la embestida durase más de lo previsto, dejándolo, a su vez, más cansado de lo que ya estaba, pues la energía que corría por su cuerpo lo hacía con tal pereza que parecía que tardaría años recuperarse del todo.
Más relajada, Dumbaria siguió con su tarea ayudando a los dragones a sanar.
Le llegó el informe de los trolls: todos los que habían sobrevivido estaban ya a buen resguardo del sol. Transmitió esta información a las hadas, que volvieron sin demora a tierra, casi más dejándose caer estrepitosamente, agotadas, que en un descenso más pausado y elegante, como solía ser habitual en ellas.
A medida que la niebla se iba desvaneciendo, con lentitud, los dragones, protegidos de las miradas ajenas por el inmenso follaje del lugar, se fueron desplazando también hacia las cuevas que les servían de escondite diariamente.
Ya eran pocos los heridos que quedaban, y  la mayoría ya podía valerse por sus propios medios, por lo que las distintas especies se fueron replegando. Los elfos volvieron a sus hogares en las cuevas tras las cascadas; las hadas y silfos volaron al interior del sur del país, donde había más flores; los duendes regresaron a sus madrigueras tras los acantilados que habían usado los elfos para tener una visión completa y despejada del campo de batalla; y las dríades se subieron a sus árboles, tanto a los antiguos como a los que habían surgido nuevos gracias a la ayuda de los elfos.
Fue la propia Madre Tierra la que se encargó de los cuerpos sin vida de sus hijos, tanto de los que aún la amaban y lucharon por ella, como los de los que habían dejado de amarla tiempo atrás y la perjudicaron. Más rápido de lo que podría haberlo hecho cualquier criatura, la Madre Tierra hizo desaparecer los cuerpos de todos los caídos entre sus propias entrañas, y los usó para acelerar la recuperación de la zona que se había quemado y que los elfos habían limpiado de malas energías hasta devolverle la vida; de no haber sido por ese gesto, la recuperación de esa zona habría durado muchos años, y la nueva vida habría nacido enferma.
“Las náyades”, pensó Dumbaria para sí; “tengo que hablar con las sirenas que mantienen cautivas”.