Mi humilde petición

Sería de agradecer que cada cual deje sus comentarios en la entrada que crea oportuna...tanto los buenos como los no tan buenos. Así puedo hacerme una idea de cómo mejorar y en qué aspectos :)

sábado, 22 de diciembre de 2012

Ïniël


Érase una vez que se era,
en un año de aquesta era
un mago con su túnica,
y una barba que se enredaba en la hierba.
Conocido era el mago como Queran; 
conocido era por su gran destreza…
no la de la magia,
si no la de contar historias que antaño reales eran.
Escuchad, queridos,
 la historia que ahora cuenta,
y prestad oído: ya no es cierta,
aunque antes sí lo fuera.
“Con el corazón en un puño y el vello erizado, huía de la bestia que le perseguía desde hacía ya rato. Tenía colmillos grandes como casas y ocho ojos que acaso parecieran ocho lunas, aunque en vez de blancas, eran oscuras. La cabeza, tan enorme casi como el resto del cuerpo al completo, se bamboleaba con cada zancada que daba en pos de su presa; era una cabeza peluda en ciertas zonas, y desprovista de todo pelo, apenas algo más que duro pellejo, por otros lados. Si lo mirase fijamente -si acaso tuviere tiempo para tamaña estupidez-, el muchacho habría podido ver que la cara del bicho estaba cubierta de pelo a la inversa que pudiere estarlo la de cualquier hombre. No, por supuesto, él no se había dado cuenta; bastante tenía con correr y correr tratando de evitar las pesadas patas como troncos -seis, por si fuera poco- que lo perseguían, intentando no pensar en los chorreantes colmillos que sobresalían de sus fauces, cinco hacia arriba y cuatro hacia abajo -sabe Anyra el porqué de tan absurda anatomía-. 
De repente, cuando sus temblorosas piernas y la incontrolada respiración que hacía rato les acompañaba empezaban a avisarle de que no podría seguir corriendo por mucho más tiempo, aquella extraña criatura salida del mismísimo infierno se desplomó tras sus pasos y exhaló, junto a su último aliento, un atronador rugido que hizo que temblara el bosque entero, se estremecieran los mares y llorara la montaña. Se vio nuestro gallardo protagonista, de buenas a primeras, tirado en el suelo, mirando a la bestia y temblando de miedo. Sus ojos castaños,  escrutaron el enorme cuerpo de su agresor intentando adivinar la razón de su repentina muerte. Las pupilas centrales, que eran del mismo tono que su piel, le indicaban lo que podría haber divisado cualquier animal o cualquier humano: aquel demonio era tan grande como fiero; los enormes ojos oscuros tenían una consistencia lechosa y un brillo asesino que hacía parecer que aún viviera; los colmillos, en cambio, se veían duros y afilados, mortíferos a más no poder. El enorme cuerpo con sus desproporcionadas extremidades no eran más que un amasijo de piel rota por los huesos, y sangre.
Por otra parte, sus pupilas laterales, de un azul intenso, le informaban de que cada uno de los ocho ojos estaba, a su vez, formado por quince esferas oscuras, unidas por una masa viscosa que no cesaba de moverse entre ellas. Asqueroso.
Además, aquellos horribles colmillos que habían estado a punto de despedazarlo en más de una ocasión durante su huida, resplandecían a la luz de la luna con un brillo metálico, como si se tratase de la luz de una espada.
También pudo ver la causa de la muerte: la enorme mole de su cuerpo yacía bajo toneladas de magia. Sólo había un ser en el mundo capaz de invocar una magia de tamaño poder.
Con deliberada lentitud se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, sin dar la espalda a la bestia; aún no podía creer que estuviera muerta. Con una mano, aún temblorosa por la carrera y el susto, se limpió el sudor de la grisácea piel y se apartó los oscuros mechones de pelo de la frente. Se miró las manos, extrañado. Eran largas y finas, delicadas a la vista, pero fuertes  para la lucha y, por primera vez en su corta vida, estaban manchadas y llenas de sudor.
Sudor. Él nunca había sudado. Había corrido y corrido por mil caminos y senderos tortuosos desde que tuvo edad para hacerlo, mas nunca se había manchado y, desde luego, nunca había sudado. Hasta ese momento.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda cuando una mano, alargada y fina como la suya, se posó en su hombro.
-Hola, abuelo- dijo sin levantar la vista de sus dedos.- Gracias.
El anciano, que compartía con su nieto el color grisáceo de la piel, no dijo nada. A pesar de haber vivido casi tantos años como el mismo mundo, Grael tenía la piel tersa y fina, tanto, como la de su nieto Ïniël; sin embargo, a diferencia de este, su pelo era oliváceo, señal de su vejez.
Los dorados ojos de Grael escrutaron con atención al muchacho, aún sentado en el suelo, haciendo caso omiso de la enorme mole que yacía muerta a escasa distancia de ellos. Tras meditarlo unos momentos, se sentó a su lado, aún con su mano en el hombro del muchacho, y le hizo levantar la cabeza.
Cuando Ïniël clavó la mirada en la doble pupila de su abuelo no pudo evitar llorar. Llevaba ya rato aguantando las lágrimas, pero la sabiduría que normalmente se reflejaba en los ojos del anciano había sido reemplazada por miedo; sus pupilas centrales, por lo general negras como los ojos del unicornio que le dio la vida, había perdido la luz que las caracterizaba, dándoles la apariencia de oscuros pozos vacíos; por otra parte, las pupilas laterales, que siempre habían sido como rubíes atravesados por un haz de luz, se veían de un rojo apagado y sin vida.
-¿Qué te ha pasado, abuelo? ¿Es culpa mía?
Grael sonrió con esfuerzo y  limpió las lágrimas de Ïniël. Nunca, desde que él tenía memoria, había llorado ningún elfo; eso era algo que estaba reservado para los humanos.
-Eres joven, Ïniël, apenas has cumplido dos milenios sobre este mundo… y aun así has estado a punto de perder hoy la vida por un capricho. La magia que he tenido que emplear para salvarte la vida es muy poderosa, y ya sabes que siempre hay que dar algo a cambio. Por si esto no fuera suficiente, esa bestia era una de las más ancestrales que habitaba la tierra, una de las dos últimas de su especie. Era un bicho maligno, apenas inferior a un demonio, y su muerte traerá consigo grandes desgracias, pues a pesar de su maldad, forman parte del ciclo de la vida, y de la vida misma.
-¿Cuáles son las consecuencias, abuelo?- preguntó Ïniël, temiendo saber la respuesta.
-Las consecuencias de la muerte de este Karvyoth serán devastadoras para este mundo, pues dejará de existir tal y como lo conocemos ahora cuando muera su pareja, pues ya no habrá descendencia posible al ser esta la última hembra; sin embargo, un mundo nuevo nacerá de este, con nuevas criaturas y nuevos hombres que relegarán a los elfos al olvido y a su muerte. Tú no habrás de temer por ello, pues los Karvyoth son criaturas muy longevas, y si la pareja de ésta tiene su misma edad, como es común entre ellos, aún le quedan varias decenas de milenios por vivir…a no ser que a algún otro insensato como tú le dé por intentar beber del agua de la vida, que tan celosamente guardan.
-¡No era para mí!- gritó Ïniël, lleno de vergüenza y furia- ¡Sólo intentaba guardar un poco en un odre para poder llevársela a Luna! Es el único unicornio vivo que queda, y se está muriendo- acabó susurrando, sus últimas palabras apenas un suspiro audible, ahogadas por el dolor.
-Luna se está muriendo porque así debe ser; ha llegado su hora, igual que llegó la de todos sus antepasados… ¿Acaso crees que yo no sufrí cuando murió su madre? Anyra fue quien me dio la vida, y yo hube de verla morir porque así estaba escrito. Cuando Luna muera, nacerá su hijo, otro unicornio, pues es la única forma de renovar la magia en el mundo. Así ha sido siempre.
-No lo sabía- dijo Ïniël- pensé… pensé que si moría dejaría de existir la magia, que los unicornios se extinguirían para siempre… pensé… que tenía que salvarla.
-Ahora ya no importa, Ïniël.- Grael volvió a levantarle la barbilla para obligarlo a mirarlo a los ojos- Y no debes culparte: el ciclo vital de los unicornios es un misterio que les es desvelado a los de nuestra raza a la edad adulta, y tú no eres más que un chiquillo. Ha sido un acto muy noble arriesgar tu vida para salvar la suya, pero los actos nobles no son siempre los más acertados: hay veces, en que es mejor preguntar a los de mayor edad y seguir su consejo, aunque a primera vista carezcan de sentido… Aunque nunca debes actuar sin saber el porqué de tus actos.
-No entiendo lo que eso significa.
-Ya lo descubrirás con el tiempo, cuando seas viejo y más sabio, quizás.
-Aún queda mucho eso, abuelo.
-No tanto como imaginas- las palabras de Grael asustaron al muchacho, pues sonaron llenas de miedo y de tristeza.
-¿Qué quieres decir?- Ïniël también sentía miedo ahora; no el miedo que había sentido al entrar en la cueva del Karvyoth… ni siquiera el miedo que había sentido cuando éste le perseguía se asemejaba al profundo miedo que sentía en ese momento. Al fin y al cabo, nunca había conocido el miedo en la voz de su abuelo.
- Escúchame, Ïniël, como ya te he explicado en numerosas ocasiones, la realización de la magia requiere de un sacrificio, y mayor debe ser ese sacrificio cuanto mayor es el poder que se usa…y el poder que he necesitado para salvarte de ese engendro requiere un precio muy alto a pagar. La vida de Luna está llegando a su fin, no le queda más de quinientos años de vida, y eso con un poco de suerte; sin embargo, tú no llegarás a verla morir.
Ïniël no dijo nada, pues tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. No fue necesario que lo hiciera.
-Ïniël, mi magia estaba destinada a salvarte, y por ello eres tú quién ha de pagar por ella. He salvado tu vida a cambio de tu vida misma. Mírate las manos, Ïniël.
El joven  elfo mantuvo la vita fija en los ojos de su abuelo, en su doble pupila yerma. El silencio empezó a hacerse tenso entre ambos y la tristeza se acentuaba en la cara del anciano, una tristeza que empezaba a ser dolorosa para su propio cuerpo. Finalmente bajó la vista hacia sus manos. Empezó a llorar otra vez.
Su piel grisácea se había vuelto de un tono mucho más claro, como la piel de los hombres. Sus manos, que siempre habían sido largas y finas como las de toda su especie, eran ahora más cortas y rudas, más redondeadas…como las manos de los hombres.
Tras un momento que bien podía haber sido unos minutos o una eternidad, Ïniël volvió a mirar a su abuelo; sus ojos, ahora de una sola pupila negra, estaban anegados en lágrimas que ya no querían salir.
-¿Por qué?
-Era la única forma.
-¿Por qué?- volvió a preguntar Ïniël, tras una larga pausa.
Volvió a hacerse el silencio. Si los elfos pudiesen llorar, dos largas lágrimas habrían recorrido las tersas mejillas de Grael en ese momento. Sus lágrimas fueron el silencio que siguió a la pregunta Ïniël, la incapacidad para hablar.
-¿Por qué lo hiciste?-preguntó al fin Ïniël- ¿Por qué no me dejaste morir, por qué no dejaste que simplemente me atrapara? Habría sido igual para mí…habría muerto igualmente, y no tendría que sufrir esto. Y aún habría dos Karvyoth, su especie podría mantenerse y el mundo no tendría que cambiar, ¡seguiría habiendo elfos durante cientos de milenios!... ¿Por qué?- se sentía confuso, triste, lleno de miedo y, por primera vez en su vida, experimentó un sentimiento humano: el odio.
-Porque era lo que tenía que hacer- fue la respuesta de Grael.- He intentado evitarlo- continuó- he intentado hacer lo posible y lo imposible por evitarlo…pero no he llegado a tiempo- se le rompió la voz. Tras una pausa, siguió hablando- no he podido pararte a tiempo, ya era demasiado tarde y recé a Anyra para que me ayudase a tomar la decisión correcta. Ella fue quien me guio, y yo seguí sus pasos. El mundo está destinado al cambio, Ïniël. Dentro de miles de años morirá el último Karvyoth, y con él morirá el último unicornio, y éste no dejará descendencia. Llegará el fin para la raza de los elfos, y será a manos de los humanos. Quizá no sean ellos los que nos maten directamente, no tienen medios para ello…pero matarán todo lo bello que existe y con lo bello moriremos nosotros. Nuevas cosas bellas surgirán, pues Anyra es sabia, y la Naturaleza es su hija, mas no nacerá con ésta una nueva raza de elfos, pues ellos serán lo que surja bello.
>>Y tú, hijo mío, habrás de pagar el castigo de este cambio. Tú serás el primer elfo que muera, pues ahora eres el único elfo mortal; este es el pago por tu vida. Sin embargo, también serás recompensado por tu gran valor y tu nobleza, pues obraste en pos de un bien: tú serás el que nos guíe; tras tu muerte tú guiarás a los que mueran detrás de ti, tú los ayudarás a renacer como lo bello que ha de surgir, y sólo cuando todos hayan encontrado su nueva forma, tú nacerás otra vez como lo más bello que exista, pues eres tú, Ïniël, hijo de Äraä, hija de Grael, el primero de nuestra especie, el único elfo que ha intentado salvar a un unicornio de su muerte. Eres un héroe… un inconsciente, sí, pero también un héroe, y por todos serás recordado como tal. Al fin y al cabo, nunca nadie ha intentado salvar la magia y la belleza de este mundo, siendo “el último en su especie”, por llamarlo de alguna forma. Quizás no lo hicieran por instinto; quizás fuera por miedo o quizás  no lo hicieran pensando, simplemente, que así debía ser. El caso es que nadie lo intentó hasta que lo intentaste tú.
Ïniël no entendía del todo lo que decía su abuelo, pero sí entendía lo más importante, y era suficiente, pues ya no sentía odio. Ya se molestaría entender lo demás con el paso de los años.
-Dime, abuelo, ¿cuántos años llegaré a vivir como humano?
-No lo sé, hijo. Como eras un elfo joven, te has convertido en un humano joven también. Calculo que ahora debes tener unos siete u ocho años, por lo que te queda una larga vida por delante. Efímera para un elfo, pero muy larga para un humano, pues tampoco serás un humano corriente. Si vives en paz y sin olvidar quién eres, quizá llegues a vivir trescientos años, algo más que los humanos más longevos.
Ïniël se levantó despacio, y permaneció de pie, inmóvil, mirando la figura contrahecha del engendro que había estado a punto de matarlo. Se sentía en paz, tranquilo. Ya no tenía miedo ni ganas de llorar. Sentía las lágrimas y el sudor seco por todo el cuerpo, el pelo pegado a la cara. Era consciente de que su ropa estaba llena de mugre. Incluso sus nuevas manos estaban manchadas de barro. Pero ya no le importaba.
Cerró los ojos  y sintió la brisa en cara. Olía a demonio muerto; sonrió.
-Gracias, abuelo- abrió los ojos y, sonriendo, se alejó de allí. Sin mirar a su abuelo una última vez; sin mirar al bicho gigante, sólo con su sonrisa y el olor que le traía la brisa.
-Gracias, Ïniël- contestó Grael cuando el muchacho hubo desaparecido.- Gracias por mostrarme el camino.- Sonrió.”
Ésta es la historia
que contó el viejo mago,
y fue oída por un oso,
un koala y un leopardo.
Es ésta una realidad que ya ha sido
pero que ya no es…
lo siento si os he aburrido,
mas así había de ser.
Y colorín coloriendo,
esto una historia para Ro acabó siendo.

domingo, 21 de octubre de 2012

El hada y la Luna


El hada que vuela a la luna
busca el amor
y encuentra locura.
Le canta con dulzor,
la llama con ternura;
la busca por su luz,
la adora por ser oscura.
Llora, llora la luna,
llora por estar sola,
por vivir en las alturas...
y el hada que la adora
llora y llora por su luna,
porque la ama, porque la añora
y por ella pierde la cordura.

jueves, 14 de junio de 2012

Absurdo

Después de tanto tiempo, saco pluma y pergamino y dejo que la punta de la primera rasgue la fina superficie de segundo bajo las órdenes de mis manos, los deseos de mi mente y la forma inequívoca de las palabras que manan de mis dedos. Es una sensación liberadora.
No hay razón aparente, no hay necesidad acumulada,  ni siquiera sentimiento expresable que me lleven a escribir, no más que el hecho de quererlo, el necesitarlo y que me hace sentir bien… ¿Y para qué más? No es necesario tener razones para tener ganas, igual que no es necesario tener necesidades para quererlo hacer. Es escribir por escribir y sentirte bien para no sentirte mal, una obviedad como un castillo sin necesidad de nada más.
Sentimientos buenos, sentimientos malos  y algunos que ni fú ni fá, ¿qué más da? Sentimientos son, y como tal se van a quedar…a no ser que los escribas. Si los escribes dejan de ser sentimientos para convertirse en algo más, en una forma de expresarlos (absurdo, no lo niego, pero es que soy la reina de la absurdez…o la absurdidad, según se mire).
Palabras, palabras y más palabras, sin sentido alguno o con él (o con sentido alguno y luego al revés). Palabras de vuelta y media (Aticurepac) o palabras de vuelta y mitad (Tacirupeca) que te escriben mil historias, cuatro poemas y cuentos sin contar.
Palabras que a mí vienen, palabras que luego se van…unas dejan su huella y otras pasan si más, pero todas son palabras, y todas se han de usar.
Y como ya no se me ocurre nada, y no tengo ganas de pensar más, concluyo este tema diciendo tralarí-tralará… o ralatrá-rilatrá, ¡dependiendo si lo lees hacia delante o hacia atrás!

lunes, 23 de abril de 2012

María

“¡María, ven aquí, María!”
Ella corre, escapando de sus brazos con una risa angelical. Quiere que él la siga, le gusta el juego.
“¡María, venga, ven conmigo, no corras!”
Ella ha dado media vuelta y ha escapado de él por segunda vez, sin dejar de reírse ni un segundo. Todos la miran. Su pelo vuela tras ella, dando pequeños saltitos sobre las coletas que lo recogen.
Él se ha parado y la mira desde el otro extremo, esperando que ella vuelva, pues no quiere molestar a la gente de su alrededor. Ve como ella se esconde entre la gente hasta que la pierde de vista. Él se acerca sigilosamente, sin hacer ruido, para buscarla. Quiere tenerla vigilada. Al fin da con ella. Ella está de espaldas y no lo ha visto. Él sonríe con ternura y le acaricia el cuello, apenas un soplo de sus dedos sobre la fina piel de ella. Ella se vuelve sonriente, se ríe a carcajadas por el tacto de él. “¡Juan!” grita, alargando mucho la a, y echa a correr otra vez.
“¡María, no corras, ven conmigo, anda!... ¡María, ven aquí, que hay un sitio, siéntate!”
Ella se gira en su huida, lo mira a los ojos y se ríe. Al fin se deja atrapar y se sienta donde él le indica.
Él desplaza su mano por el rostro de ella en una caricia llena de infinito cariño, y ella le responde con su risa musical.
“¿Quieres jugar, María?”
Ella asiente fervientemente, con su sonrisa eterna dibujada en la cara.
“Pi-ka-¡CHU!”
Y ambos sacan las manos. Están juagando a piedra-papel-tijeras.
“Pi-ka-¡CHU! Pi-ka-¡CHU!”
El nombre del pokèmon se repite, incansable, mientras ellos sacan sus manos con la opción elegida. Piedra-papel-tijera.
“Pi-ka-¡CHU!”
Ella ríe cada vez que él silabea el nombre del bicho.
“Pi-ka-¡CHU!”
Ahora también lo ha nombrado ella, a la par que él. Ríe hasta atragantarse. Él la mira, fascinado por la belleza de esas carcajadas y la hermosura de su rostro mientras se ríe. No puede apartar los ojos de su rostro.
“Pi-ka-¡CHU!... ¡Eh, no hagas trampas! ¡Tenemos que sacar las manos a la vez, sino, no vale!”
Ella vuelve a reír ante su travesura.
“Pi-ka-¡CHU!” dicen a la vez.
Él levanta la vista y se da cuenta de que ya han llegado a su parada. Sus ojos recorren el bus, indeciso. No sabe si salir corriendo, o esperar a la siguiente. La mira a ella y parece decantarse por la segunda opción. Es lo más sensato para asegurarme de que ella está bien, dicen sus ojos.
El autobús arranca otra vez.
“Nos hemos pasado la parada María, así que ahora nos tenemos que preparar para salir corriendo, ¿vale?”
Ella asiente, se levanta en el asiento y acaricia el pelo de él. Ha dejado de prestarle atención para mirar la parada que dejan atrás, y ella la reclama. Él acude a su llamada como un rayo, le sonríe, le acaricia el rostro y observa maravillado cómo ella se vuelve a sentar, con su sonrisa perlada compensando la eterna atención de él.
Ya están llegando a la nueva parada. Él la toma entre sus brazos, con delicadeza, como si ella estuviese hecha del más fino cristal.
“Ven aquí, pequeña”, le susurra mientras ella abraza su cuello, encantada, y rodea la cintura de él con sus piernas. No tarda en entrelazar sus dedos en el pelo de él para acariciárselo mientras él la lleva. Él besa el pelo de ella mientras la abraza con ternura, pero con fuerza, como si tuviese miedo de perderla.
Baja del autobús con ella entre sus brazos. Ella sonríe y le acaricia el pelo. Él lleva, además, una mochila a la espalda. No parece que le moleste el peso extra, no mientras sea el de ella. Se alejan por el camino por el que acaban de llegar, despacio. Ella lo abraza con brazos y piernas y acaricia su pelo con una sonrisa. Él la mece suavemente entre sus brazos, con cariño, con amor, asegurándose en todo momento que su hermanita de 5 años con Síndrome de Down está cómoda sobre su pecho y hombros, que no le falta nada.
Y así, abrazados los dos, desaparecen de mi vista y de todos los que, en el bus, los miraban pasmados, sorprendidos por el despliegue de ternura que se profesaban ambos.

jueves, 9 de febrero de 2012

Ella

Vuelve sola, acompañada únicamente por el frufrús de su largo vestido volando alrededor de sus piernas, siendo estas apenas una suave danza sobre el asfalto. Su pelo, negro como la noche que se cierne sobre ella, vuela tras ella, atropellándose unos mechones a otros en su afán por seguir el ritmo de los pasos de su alocada dueña. Sus ojos, normalmente de un tono más bien oscuro, se tornan dorados bajo la luz de la luna Ethëra, la única que brilla esta noche sin estrellas.
Se oyen flautas y violines.
Los alargados pétalos carmines que forman sus labios, carnosos como la pulpa del melocotón, se curvan hacia arriba en una creciente sonrisa de infantil locura, ansia y felicidad.
Acelera aún más el paso; sus delicados pies casi ni rozan el asfalto.
Ríe. La gente a su alrededor cree que ese sonido forma parte de la música, y ríen también.
Bullicio. Cientos de personas giran y bailan y vuelven a girar al son de las flautas y violines, cada vez más rápido.
Se une a ellos. ¿Se une? No, ella no es como los demás, no baila sus pasos ensayados. Atraviesa el tupido círculo de bailarines y llega al centro del mismo. Nadie la ve, nadie presta atención a la dama del vestido de flor. El baile es suyo.
Baila. Cada nota se apodera de sus piernas, de sus brazos, su cadera. Se deja llevar por la música.
Se eleva. Ella no se ha dado cuenta, el resto tampoco, pero sus pies ya no tocan el suelo.
Ríe. La gente admira el sonido de la música, ese sonido que se mezcla con las flautas y los violines. Nadie sabe de dónde viene, pero tampoco le importa a nadie. Es bonito, es dulce. Es música.
Vuela. Se ha elevado tanto que las cabezas de los más altos no llegan a sus tobillos. Aún no se ha dado cuenta, y los demás tampoco. De su espalda nacen dos alas enormes, suficientemente grandes como para cubrirla entera a ella y a dos más, pero tampoco se ha dado cuenta de eso. Ni los demás.
Sus alas son translúcidas, casi transparentes, y están adornadas con finísimas filigranas de plata (… ¿O no es plata?) y diminutas esquirlas de cristal (no, tampoco son de cristal…). La luz de Ethëra atraviesa sus recién adquiridas alas, y brilla.
Un cielo estrellado se abre bajo sus pies, proyectado por sus propias alas, pero ella no se da cuenta; los demás tampoco… “una noche más, como otra cualquiera”, dicen. Y siguen bailando, ajenos al inusual fenómeno que está ocurriendo sobre sus cabezas. Ni siquiera se dan cuenta de que esas nuevas estrellas no son como las que ellos conocen, que brillan más y están más cerca. Les da igual, sólo bailan al son de las flautas y los violines… no, sólo flautas y violines no, hay algo más, una música nueva que nadie sabe de donde viene, un hálito de magia que suena al son de la música. Suena bien, así que a ellos les da igual.
Ella baila, ajena a su baile, a su vuelo; ajena a sus nuevas alas, a su luz y a su propia risa. Ella baila.
Ethëra brilla más esta noche, más de lo que ha brillado nunca antes, y refleja su luz en las alas de ella creando un manto de estrellas que ella no ve.
Ella baila, ajena a todo, ajena a sí misma, ajena al hecho de que su vestido ya no hace frufrús al roce con sus piernas… y es que ya no es su vestido; es otro diferente, más corto, más delicado, más etéreo, como si estuviese hecho de gotas de agua, como sus alas. No, no está hecho de gotas de agua, si no de rayos de luz, haces brillantes que vienen de Ethëra… como sus alas.
Ella baila. Ella brilla. Ella vuela. Ella ríe.
Ella sueña.
El viento le ha regalado su liviandad, y ella baila; Ethëra le ha regalado su luz, y ella brilla; Ethëra le ha regalado sus alas y ella vuela; Las flautas y violines le han regalado su música, y ella ríe.
La noche le ha regalado sus estrellas, y ella sueña.

miércoles, 18 de enero de 2012

Sin razones

No, no soy yo, no suelo ser así ni es esa mi forma de pensar. Pero no puedo evitarlo. Hoy no. Tengo ganas de pegarle a alguien, necesito desahogarme, y candidatos no me faltan.
Me siento tranquila, sin ganas de hacer nada…me siento normal y, sin embargo, no puedo evitar que miles de imágenes  invadan mi mente, imágenes grotescas de caras deformadas por puños de metal. No me invade la ira, no hay enfado en mi interior, ni siquiera sed de venganza ni nada que se le parezca. Sólo imágenes desagradables de las que soy partícipe…eso sí, con total tranquilidad, sin ira, sin rabia.
A ratos ni siquiera es el “quién”, sino el “qué”. Ganas de romper algo, destrozar cosas…cosas importantes, útiles y cuya pérdida pueda causar dolor. Pero sin rabia, sin enfado…sólo por romper algo.
A veces es ambas cosas: romper algo en alguien….o a alguien con algo, qué más da, el caso es causar daño. Dudo que pudiera hacerme sentir mejor (al fin y al cabo ni siquiera estoy mal), pero tiene que ser relajante sacar todo el estrés acumulado a lo bruto. Ahora estoy estresada… ¡hala, toma bestialidad!...ya no, ¿ves qué bien?
Pero no, no funciona así. Las palabras que nunca se dijeron quedarán sin decir, perdidas en un abismo de olvido, pues a veces se pasa el momento de decirlas, la oportunidad, el contexto. La rabia. Las lágrimas que no salieron quedaron secas en unos sentimientos que se tornaron yermos; tampoco se pueden recuperar ya. Cada enfado al que puse excusa quedó sin fuerzas, reprimido por ideas de absurda bondad y desquiciante perdón que tejieron sus lazos e hilos hasta extenuar cada resquicio de ira y convertirla en indiferencia.
Ahora todo quiere salir, recobrar su espíritu, apenas una sombra de lo que un día fue. No, no soy yo, yo no soy así y esa no es mi forma de pensar. Pero hoy no puedo evitar las ganas de pegarle a alguien, sin razón alguna, sólo por pegar.