Mi humilde petición

Sería de agradecer que cada cual deje sus comentarios en la entrada que crea oportuna...tanto los buenos como los no tan buenos. Así puedo hacerme una idea de cómo mejorar y en qué aspectos :)

martes, 1 de octubre de 2013

El guerrero

Un suspiro y media vuelta.
Llevaba horas tumbado en su lecho, esperando a que despuntara el alba. Sabía que debía estar descansado al día siguiente, pues iba a ser un día importante; sin embargo, no era capaz de conciliar el sueño. Había dado varias cabezadas ligeras, sin apenas terminar de cerrar los ojos, pero se despertaba en seguida, de golpe y sopetón: estaba demasiado nervioso como para dormir.
Hacía rato que había desistido en el intento de mantener la raída sábana sobre su inquieto cuerpo pues, cada vez que se giraba, éstas acababan apresándolo firmemente o en el suelo.
Los primeros rayos de sol colorearon el cielo y sonó el canto de un gallo madrugador. Había llegado la hora de levantarse...¡Por fin! Estaba nervioso y cansado, pero la hora de la batalla final se estaba acercando y su incertidumbre llegaría a su fin.
Con deliberada lentitud, pasó una pierna por el borde de la cama, seguida de la otra, y se incorporó. Tras desperezarse y estirar la espalda, se pasó las manos por la cara y el pelo, pensando cuál sería el siguiente paso que tenía que dar. Le pareció que pasaba una eternidad sentado en la cama hasta que finalmente decidió ponerse en pie. No tenía ningunas ganas de enfrentarse a su cruel destino.
"El enemigo nos advirtió que hoy sería la última batalla", reflexionó mientras buscaba su ropa interior. "Las batallas anteriores no eran más que un entrenamiento para llegar a esta. Esta batalla decidirá mi futuro; esta batalla dará fin a la guerra o la alargará un año más... Y yo he de salir victorioso o perecer en ella".
Frenó en seco sus reflexiones al darse cuenta de que se había colocado los calzones al revés; con cara de disgusto, volvió a quitárselos, se los puso del lado que era, y recogió del suelo la cota de malla que había dejado tirada la noche anterior de cualquier forma.
"He luchado y ganado todas las batallas anteriores...deberían eximirme de luchar en esta, dármela por ganada también", pensó mientras se ajustaba el peto sobre la cota de malla. "Me está estrecho...¿Por qué lo pedí tan estrecho?"
Terminó de ajustarse las botas de hierro sobre los calzones, protegiendo así las partes del pie y la pierna que no cubrían el resto de la armadura. Se echó un vistazo a sí mismo, suspiró un tanto abatido y salió de su pequeña habitación.
Pronto tuvo que hacer frente a su primer desafío de ese día: su madre le salió al paso al cruzar por delante de la cocina, de camino a la calle.
-¿No vas a desayunar nada?- le preguntó.- Hoy va a ser un día muy importante y vas a necesitar muchas fuerzas.
-No tengo hambre, mamá- le respondió él- además, no tengo tiempo para comer nada, ya llego tarde.
- No puedes enfrentarte a un enemigo tan poderoso con el estómago vacío- le reprendió ella- has de actuar con astucia, y no podrás hacerlo si te distrae el hambre.
Con un suspiro de resignación el héroe cogió un trozo de pan, lo untó en mantequilla, y se lo comió de un bocado que ayudó a bajar con un trago de leche.
-Adiós, mamá- le dijo mientras salía de la cocina.
-Vuelve pronto- susurró ella con la cara crispada en una mueca de frustración. Definitivamente, no creía que un trozo de pan con mantequilla y un trago de leche fuesen un desayuno suficiente...¡Y menos si no masticaba el pan! Poco a poco se le fue suavizando la expresión en el rostro; al fin y al cabo, su hijo estaba nervioso por la dura batalla que iba a tener que librar.
Antes de salir de casa, en el recibidor, el joven guerrero se ajustó el yelmo sobre los rizos azabache y enfundó su espada.
Con paso decidido, atravesó el umbral de la puerta, se dirigió al establo, montó sobre su caballo más veloz y lo espoleó para que enfilase el camino que tenía delante. Al cabo de una hora, descabalgó del animal y lo ató junto a los demás caballos, los de sus compañeros de batalla; junto a estos, cientos de carruajes permanecían aparcados, esperando el regreso de aquellos guerreros que habían optado por un viaje más cómodo y rápido. Y, delante suya, el edificio donde se llevaría a cabo la batalla.
Tras comprobar que su espada seguía en su sitio, y aparentando más tranquilidad de la que realmente sentía, el caballero se alejó de su caballo y atravesó los pesados portones del edificio. Había llegado la hora.  
No había nadie en los anchos pasillos de aquel edificio...¿Qué hora era? ¿Acaso estaban todos enfrentándose ya a su feroz enemigo? ¿Habían empezado sin él? La prisa se apoderó de su cuerpo y obligó a sus piernas a correr. Tan rápido recorrió los pasillos que a punto estuvo de pasar por alto la gran sala donde se reunían sus compañeros de batalla y el enemigo.
Se colocó frente a la puerta, respiró hondo para serenarse y asió el pomo de la puerta con firmeza y coraje. A fin había llegado la hora.
Entró en la sala con paso decidido, miró a su enemigo resueltamente, y se sentó donde éste le indicaba, deshaciéndose del pesado yelmo. Afortunadamente, la batalla aún no había comenzado.
Un par de interminables minutos y tres rezagados más tarde, el enemigo colocó su desafío delante de cada valeroso guerrero. A su señal, los silenciosos guerreros desenfundaron sus bolígrafos y dieron la vuelta al papel que aguardaba en sus pupitres. El examen había comenzado, y la suerte estaba echada.  

martes, 27 de agosto de 2013

La nana

El niño está nervioso, busca palabras que no encuentra, y el único consuelo que yo puedo darle es mi hombro. Noto cómo se le corta el llanto en un suspiro que nada bueno aguarda y, asustada, guío el torrente de sus lágrimas hacia mi hombro, para que no se pierdan.
-Shhhh- le susurran mis labios, tiernamente apoyados sobre su frente.- Shhhh.
El suspiro se pierde entre sus dedos crispados, pero noto cómo relaja los hombros, libres del peso de las palabras que peleaban por salir. Dejo que mis dedos se pierdan entre los hilos de su pelo, tomo aire y, sin abrir la boca, dejo que las palabras atraviesen mis labios.
Lentamente, casi con pereza, dejo que mi nariz dé forma al aire que expele.
"¿Dónde está...?"
El niño levanta la cabeza y me mira. "¿Qué?", me pregunta su mirada, su gesto, y hasta las palabras que no puede pronunciar: no le doy tiempo.
"¿...mi niño chico...?"
Sigo entonando. El ritmo es tan lento que la melodía queda deforme, privada de los acordes que le dieron la vida. Pero él entiende y vuelve a posar la cabeza sobre mis hombros, conforme.
"¿...que lo quiere su mamá?"
Las palabras se cortan sin ser pronunciadas; apenas se intuye su forma entre la destrozada melodía, carente de la mitad de sus notas. Pero él las entiende. Noto cómo sonríe sobre mi pecho.
"¿Dónde está...?"
Las notas, las pocas notas que abandonan el aire de mi nariz, suenan chirriantes, incompletas, como elegidas al azar en un instrumento mal afinado. Pero el niño se relaja; primero caen los hombros, espira el aire retenido, y deja que sus brazos y piernas recuperen el peso que evitaba depositar en mí.
"¿...lo más bonito?"
Un ronquido. La melodía es tan lenta, tan perezosa, que cada palabra tarda poco menos que una eternidad en cruzar la barrera de mis labios, aún cerrados. Se oye otro ronquido, profundo y suave, apenas más alto que un suspiro. Yo sigo.
"Dímelo tú dónde está"
Mis espiraciones son cada vez más bruscas, más distanciadas, y la melodía sale cada vez más mutilada; las suyas, sin embargo, son cada vez más amplias y suaves, a cada cual más relajada.
Acabo mi melodía y ésta, cuya agonía ha sido tan lentamente alargada, está feliz de ser acabada.
El niño descansa. Su respiración es cada vez más pausada, su cuerpo más pesado. Una débil sonrisa ilumina su cara.
Y yo permanezco atenta: no puede ser tan fácil...¿O sí?
No tarda en llegar.
El brazo del niño se crispa en un pequeño espasmo. Lo sigue el resto del cuerpo. Su respiración se vuelve agitada y gime asustado. Una pesadilla.
Deslizo los dedos a lo largo de su rostro, y su cuerpo deja de moverse, pero su pecho sigue subiendo y bajando a un ritmo desenfrenado. Y yo vuelvo a empezar.
"Despierta, niño despierta"
Ésta vez tarareo la melodía: es más fácil, cansa menos, y consigo rescatar todas las notas. Aun así, sigue siendo lenta y muda, sin más sonido que el "tarara".
"Que el día ya comenzó"
El niño vuelve a respirar suave, tranquilo.
"Y los pajaritos cantan"
Su cuerpo descansa, laxo y pesado, sobre mi brazo y mi pecho.
"Y las nubes se levantan"
Acabo la nana por segunda vez. El niño abre los ojos y me mira desconcertado. Yo le beso la frente.
-Ha sido una pesadilla- le susurro.
Él sonríe, se da la vuelta y cierra de nuevo los ojos. Ésta vez, mis labios susurran cada palabra en su oído, suaves, tiernas, siguiendo la melodía tal y como la marcan sus tiempos y silencios. Al fin, el niño se duerme. Me quedo a su lado, observando sus sueños y desterrando las pesadillas que le amenazan.
El niño duerme, las pesadillas ya no están.
"La luna ya se escondió".

lunes, 25 de marzo de 2013

EPÍLOGO


-¿María? María, despierta -la llamaba su padre.
La chica de dieciséis años abrió los ojos. Aún tenía la cabeza apoyada en el frío cristal de aquella habitación en el crucero.
-Ya está saliendo el sol, -la informó su padre- te vas a perder las pocas vistas que vamos a tener de este fiordo.
La chica miró fuera y descubrió que el enorme barco había comenzado a moverse para salir del fiordo. Se fijó en los árboles que podía atisbar a través de los dispersos jirones de niebla que quedaban.
A pesar del frío que debía hacer en cubierta, se levantó, salió y se apoyó contra la barandilla, con la mirada perdida en el espeso manto verde que comenzaba a abrirse ante sus ojos.
Recordaba haber soñado algo mientras dormía, e intentó evocar las imágenes del sueño. No sabía bien lo que era, pero sabía que había sido un sueño muy real.
De repente, una brisa fría, casi helada, le acarició la cara y se metió en lo más profundo de su cuerpo, desafiando las cuatro capas de ropa que llevaba puestas a pesar de ser mediados de julio; en Noruega, eso era normal, por mucho que se quejasen los demás.
La brisa se hizo insistente, y comenzó a dañarle la piel. Algo más espabilada, María sintió, de alguna forma, que el frío trataba de advertirla sobre algo, sobre un peligro, pero no acertaba a adivinar de qué se trataba. Entonces, sin previo aviso, un escalofrío recorrió su espalda, haciendo que se arqueara ligeramente, y sintió una pequeña punzada de dolor en lo más profundo de su ser, tan pequeña, que casi creyó que era sólo el recuerdo de haberlo sentido antes; sus ojos se nublaron momentáneamente, y sintió que se mareaba cuando la imagen ante sus ojos se combó y volvió a su posición normal. Fue entonces cuando la chica recordó una imagen de su sueño…una imagen, y un nombre: era una duende en medio de un bosque que acababa de quedarse solitario, excepto por la presencia de la propia duende y una dríade que se acercaba a ella. ¿Cómo se llamaba? Sí, ya recordaba, se llamaba Dumbaria, lo recordaba porque ese nombre contenía el suyo propio. Dumbaria.
Un desgarrador grito llegó a sus oídos, arrastrado por la brisa.
Ella conocía ese grito, lo había oído antes en algún sitio. Era un grito lleno de dolor y tristeza, un grito desesperado. Era un grito que había escuchado mientras soñaba, y ahora había vuelto a escucharlo porque había evocado la imagen de la duende llamada Dumbaria… ¿o no?   

LA GUERRA EN LA NIEBLA XVI


En ese momento, un tremendo escalofrío recorrió la espalda de Dumbaria haciéndola encorvarse hacia atrás. Un desgarrador alarido atravesó las barreras de su boca, rasgando el silencio que había caído sobre el renovado campo de batalla tras la retirada de todos los soldados. Un reguero de lágrimas cayó sobre la hierba que había a sus pies, tornándola negra. Su cuerpo cayó inerte al suelo, y sus ojos abiertos dejaron de ver nada, nublados por el dolor. Antes de desmayarse llegó a ver una imagen en su cabeza: un trasgo que había sobrevivido había atacado a Jyles por la espalda. El duende que en ese momento estaba desprevenido y agotado, había caído inconsciente.
Dumbaria despertó en los brazos de una dríade que acudió en su ayuda, pues se encontraba a escasa distancia de la duende cuando ésta gritó. Dumbaria notó que tenía la cara empapada, y aún sentía un gran dolor en su interior, aunque iba remitiendo. Abrió los ojos y vio la cara de preocupación de la dríade que, asustada, intentaba encontrar la causa de tal grito.
-¿Te encuentras bien, Dumbaria? -le preguntó- ¿Qué ha pasado? -su voz era entrecortada y nerviosa, y Dumbaria podía notar que le temblaban las manos.
-¿Dónde está Jyles, Ïrina? ¡¿DÓNDE ESTÁ JYLES?!
La dríade miró a su alrededor, intentando avistar al duende.
-No lo sé, no lo he visto regresar. - la preocupación se acentuó en su rostro, y su mirada se oscureció como una noche sin estrellas- ¿Qué ha pasado? -volvió a preguntar Ïrina, presa del pánico- ¿Está bien Jyles?
Sin responder, Dumbaria se levantó de un salto y comenzó a correr, esquivando los árboles, hacia el lugar donde sabía que había caído su compañero, ya olvidadas las náyades y las sirenas. Cuando llegó al sitio en cuestión, Dumbaria no vio más que árboles y un hueco vacío en la hierba.
-No puede ser -dijo en voz alta, a nadie en particular.- No puede ser -repitió desesperada.
Se desplazó a lo largo del claro, aún sin creerse que el duende no estuviese allí, inconsciente, pues eso suponía que el trasgo se lo había llevado prisionero. Sabía que estaba vivo, podía notarlo, pero muy débil, seguramente en algún lugar donde no podría renovar su magia. Estaba temblando descontroladamente, por lo que se abrazó el cuerpo para evitar que sus manos y brazos siguiesen agitándose con violencia.
“¿Jyles?”, intentó llamarlo. “¡¡¡JYLEEEEEES!!!”, gritó, desesperada, cuando no obtuvo respuesta.
Dumbaria, asustada y desesperada, se dejó caer  de rodillas y comenzó a llorar amargamente. Allí donde sus lágrimas caían, una florecilla negra nacía llena de vida, de tristeza y melancolía.
La niebla acabó de dispersarse del todo y los primeros rayos de sol que se veían aquella mañana acariciaron el rostro de Dumbaria, débilmente, como si temieran borrar sus lágrimas. Uno de esos rayos, más despistado que los demás, se aventuró en el claro, ligeramente a la derecha de Dumbaria, haciendo brillar algo que había en el suelo.
La duende, aún con los ojos anegados en lágrimas, fijó la vista en el objeto brillante; se trataba de un anillo de plata recogido en una fina cadena. El anillo de Jyles.
Como si de un sueño se tratase, Dumbaria se levantó y se desplazó hacia donde brillaba el anillo. A cada paso que daba, varias florecillas negras nacían a los lados de sus pies creando un pequeño caminito delimitado por las mismas. La duende recogió el anillo del suelo y lo miró como si no supiese qué era. Sintió en sus dedos el peso de las dos espadas de su compañero, luchando por salir de la prisión que les confería el anillo para volver con su dueño.
A su alrededor ya había formado un manto de florecillas negras bastante altas cuando la mano de la duende se cerró en torno al anillo, con fuerza. Su mirada se tornó oscura y su rostro furioso, vengativo. Tan rápido como habían aparecido, las lágrimas dejaron de manar de sus ojos y se secaron en su rostro en su camino hacia el suelo.
Dumbaria levantó la cabeza y miró al horizonte. Se colocó el anillo de su compañero alrededor del cuello, junto al suyo y, decidida, comenzó a moverse hacia donde su instinto la guiaba. Su paso era lento y suave sobre la hierba, pero no había rastro de duda en sus movimientos…

LA GUERRA EN LA NIEBLA XV


Dumbaria ya había comenzado con dichas tareas. Los que habían acabado la guerra se dedicaron a buscar a los heridos ayudándose de su capacidad, aunque más reducida que la de Dumbaria y Jyles, de comunicarse entre sí. Los ayudaban a recuperarse, siempre empezando por los más dañados, y éstos a su vez, una vez recuperados, ayudaban a los demás.
Dumbaria se fue acercando a los coros de silfos protectores y los ayudó a recuperarse con mayor rapidez. Éstos, una vez recuperados del todo, se unieron a las hadas más jóvenes en su tarea de enviar energía a las hadas que mantenían activo el hechizo, ya que era necesario que la niebla perdurase, al menos, hasta que todos los trolls estuvieran recuperados y refugiados en las montañas. Las hadas, a pesar de haber sido las primeras en ponerse a trabajar, serían las últimas en regresar a tierra.
Puesto que los elfos habían sido los menos dañados durante la batalla, exceptuando alguna baja y algún que otro muerto, se dedicaron, por grupos, a ayudar a los dragones, pues ellos no tenían la misma capacidad de renovar sus energías que las otras criaturas más pequeñas, y requerían de la ayuda de éstas.
Otro grupo de elfos, por su parte, fue hacia la zona quemada para extraer la energía maligna de la tierra y expulsarla de sus cuerpos, para ayudar a la hierba y los árboles a regenerarse con mayor prontitud. El fuego era, sin lugar a dudas, el peor enemigo de la Madre Tierra. Continuaron con esta tarea hasta que el color negro desapareció por completo de la tierra y los árboles; poco a poco las primeras briznas verdes sustituyeron a las quemadas, y más lentamente aún, los troncos de los árboles recuperaron su color marrón, y pequeñas hojas empezaron a aparecer en los extremos de sus ramas.  Mientras el resto de las criaturas se recuperaban, los elfos ayudarían a recuperarse a la Madre Tierra.
Tras su trabajo con los silfos, Dumbaria se dirigió hacia el dragón más cercano, uno de los que aún no recibía ayuda. Era uno de los más jóvenes, uno de los que había ido con jinete, tenía un profundo corte triple en el cuello, producido por los colmillos de uno de los lagartos, y agonizaba ya  a punto de morir; el jinete estaba unos metros más allá, sin vida.  La duende se acercó al dragón y posó sus manos junto a sus heridas. Empezó a transmitirle la energía de la Madre Tierra a la pobre criatura con tanta fuerza que sintió que le transmitía parte de la suya propia. Muy lentamente, el pequeño dragón volvió a abrir los ojos, y más lentamente aún Dumbaria notó cómo se cerraban las enormes heridas bajo sus manos. La respiración del dragón se fue normalizando poco a poco hasta que las heridas cerraron del todo. La duende dejó caer las manos y, exhausta, cayó de rodillas sobra la hierba y comenzó a absorber energía para sí misma.
El dragón se mantuvo tumbado un rato más, recuperando las fuerzas por sus propios medios.
Dumbaria se dirigió hacia otro de los dragones, y realizó el mismo proceso. Vio, por el rabillo del ojo, que los trolls habían comenzado a replegarse, llevando consigo a los más débiles, mientras los ayudaban transmitiéndoles su energía propia.
“¿Jyles?”, llamó. Hacía ya rato que el duende debería haber regresado y, a pesar de que si le hubiese pasado algo, ella lo habría sabido, empezó a preocuparse.
“Estoy llegando, he tenido un pequeño contratiempo”, le respondió, al tiempo que le mostraba una imagen de una de las criaturas peludas, que al parecer había huido de la batalla,  embestir contra él hasta que el duende consiguió vencerlo. La diferencia de tamaño y el cansancio del duende habían hecho que la embestida durase más de lo previsto, dejándolo, a su vez, más cansado de lo que ya estaba, pues la energía que corría por su cuerpo lo hacía con tal pereza que parecía que tardaría años recuperarse del todo.
Más relajada, Dumbaria siguió con su tarea ayudando a los dragones a sanar.
Le llegó el informe de los trolls: todos los que habían sobrevivido estaban ya a buen resguardo del sol. Transmitió esta información a las hadas, que volvieron sin demora a tierra, casi más dejándose caer estrepitosamente, agotadas, que en un descenso más pausado y elegante, como solía ser habitual en ellas.
A medida que la niebla se iba desvaneciendo, con lentitud, los dragones, protegidos de las miradas ajenas por el inmenso follaje del lugar, se fueron desplazando también hacia las cuevas que les servían de escondite diariamente.
Ya eran pocos los heridos que quedaban, y  la mayoría ya podía valerse por sus propios medios, por lo que las distintas especies se fueron replegando. Los elfos volvieron a sus hogares en las cuevas tras las cascadas; las hadas y silfos volaron al interior del sur del país, donde había más flores; los duendes regresaron a sus madrigueras tras los acantilados que habían usado los elfos para tener una visión completa y despejada del campo de batalla; y las dríades se subieron a sus árboles, tanto a los antiguos como a los que habían surgido nuevos gracias a la ayuda de los elfos.
Fue la propia Madre Tierra la que se encargó de los cuerpos sin vida de sus hijos, tanto de los que aún la amaban y lucharon por ella, como los de los que habían dejado de amarla tiempo atrás y la perjudicaron. Más rápido de lo que podría haberlo hecho cualquier criatura, la Madre Tierra hizo desaparecer los cuerpos de todos los caídos entre sus propias entrañas, y los usó para acelerar la recuperación de la zona que se había quemado y que los elfos habían limpiado de malas energías hasta devolverle la vida; de no haber sido por ese gesto, la recuperación de esa zona habría durado muchos años, y la nueva vida habría nacido enferma.
“Las náyades”, pensó Dumbaria para sí; “tengo que hablar con las sirenas que mantienen cautivas”.

LA GUERRA EN LA NIEBLA XIV


Cuando todas las tropas de refuerzo hubieron salido de la cueva para unirse a la batalla contra los cansados duendes, Jyles salió tras ellos sin hacer ningún ruido. Inmediatamente se subió a un árbol y comenzó su persecución desde las alturas, ágil y silencioso cual felino.
Antes de separarse de Dumbaria, el duende había empezado a crear un plan de ataque que le permitiese salir con vida de una pelea con casi un centenar de soldados; una vez fuera de la cueva, ya desde la copa de los árboles, desechó dicho plan con una sonrisa incrédula, e inició un ataque improvisado. No podía creer que fuese a luchar contra unas criaturas tan estúpidas.
Al ser la boca de la cueva tan estrecha, los soldados enemigos habían tenido que salir en filas de a tres, y habían mantenido esa formación para la marcha hacia el campo de batalla. Tal y como habían llegado sus compañeros, éstos también marchaban muy ruidosamente, pisando el suelo con gran fuerza entre gritos de guerra, pero a paso lento, sin correr; al parecer, la pelea entre ellos los había agotado más de lo que eran capaces de soportar.
Jyles se dejó caer sin apenas ruido tras la última fila de la formación. El anillo que llevaba al cuello brilló tenuemente, y sus dos espadas aparecieron en sus manos justo cuando sus pies rozaron el suelo. Antes de que ninguno de los tres últimos soldados supiese qué estaba pasando, sus cabezas rodaban por el suelo, sus cuerpos se habían desplomado al son de los pasos de sus compañeros, y Jyles había vuelto a la copa de los árboles, ya sin espadas. Tal era el ruido que hacían los orcos y trasgos, que no se dieron cuenta de lo ocurrido.
El duende realizó ese mismo movimiento diez, quince veces más. Con cada fila de soldados que caía, el riesgo de ser descubierto era mayor, puesto que el ruido que hacían los que quedaban con vida iba disminuyendo. Jyles rezó a la Madre Tierra para que le permitiese seguir el ataque hasta que quedasen menos de una veintena…a ser posible, no más de tres filas, aunque no contaba con ello.
Poco a poco, el número de orcos y trasgos se fue reduciendo, así como el ruido que hacían. Jyles saltaba a tierra y realizaba su maniobra de ataque cada vez que lo consideraba prudente.  Quedaban ya apenas una decena de filas cuando la marcha de los orcos y trasgos comenzó a titubear, sobre todo las últimas filas, quedando las primeras aún ajenas al problema. En los dos ataques siguientes, en lugar de atacar sólo a la última fila, Jyles se arriesgó a atacar dos filas cada vez, dejando en marcha sólo a las seis primeras.
Los cuerpos de los últimos soldados al caer hicieron demasiado ruido, pues los cánticos de guerra también se habían hecho más titubeantes debido al nerviosismo que empezaba a reinar en la columna de los rezagados; Jyles consiguió subir al árbol más cercano por los pelos, justo cuando la marcha se detuvo y los pocos supervivientes se dieron la vuelta, confusos.
Durante un primer instante, reinó la confusión entre los orcos y trasgos, pues lo que vieron al girarse fue que el camino estaba marcado por los cuerpos sin cabeza de todos los compañeros de la retaguardia. Tras ese instante, los soldados restantes comenzaron a gritar de rabia e impotencia, mientras buscaban con la mirada al posible atacante.
Apenas había comenzado el alborozo, se hizo un silencio absoluto, pues se había vuelto a oír el sonido sordo de varios cuerpos al caer sobre la hierba. Aprovechando el ruido y la confusión, las dos primeras filas habían sido decapitadas, y el atacante había vuelto a desaparecer.
En un momento de lucidez, los soldados volvieron a girarse por si el atacante volvía a estar a sus espaldas, pero encontraron sólo los cuerpos sin vida que marcaban el camino por el que habían llegado hasta donde estaban.
Mientras, la voz de Dumbaria llegó a la cabeza del elfo. “Estamos acabando con los agonizantes”, le informaba. “La guerra ha terminado. Hemos vencido”.
El duende, en un ataque de arrogancia, se deslizó por la rama y se dejó caer haciendo un leve ruido que sabía que alertaría a los que aún quedaban en pie. Éstos, aún confusos,  volvieron a girarse, temiendo encontrar más cuerpos sin vida; en su lugar, vieron a Jyles, completamente desarmado y con un gesto de burla pintado en la cara.
-¡BUH!- dijo, sin alzar la voz, mientras las dos espadas aparecían en sus manos.
Sólo quedaban seis soldados, y los tres primeros cayeron antes de poder reaccionar; sin embargo, los otros tres tuvieron tiempo de alzar sus espadas y sus mazos para reprimir el ataque.
Tras unos instantes de lo que parecía ser una lucha encarnizada entre los dos orcos y el trasgo que quedaban contra el duende, Jyles hizo un amago de retirada hacia atrás y, aprovechando el impulso de sus contrincantes, se inclinó hacia delante e hincó sus dos espadas en la barriga de los dos orcos, y con un movimiento fluido las retiró y realizó un tajo con cada una en el  abdomen del trasgo, que se encontraba colocado entre los dos orcos.
El trasgo había aprovechado el ataque a los orcos para atacar al duende, y le había acertado con la espada en un costado antes de recibir el tajo mortal de las dos espadas de Jyles, y caer fulminado.
Jyles, con el costado izquierdo chorreando sangre, hizo desaparecer las espadas, se apoyó en el árbol del que acababa de saltar y se dejó caer hasta el suelo hasta que sus manos estuvieron en contacto directo con el mismo. Notó cómo la energía comenzaba a fluir a través de sus dedos y se dirigía directamente a la herida de su costado, sanándola lentamente.
“He acabado con ellos”, informó cuando la herida hubo sanado. “Se acabó”
Jyles se levantó, ya sin esfuerzo tras haber recuperado toda la energía que necesitaba, y comenzó su regreso, sin prisas, hacia el lugar donde se había desarrollado la batalla para reunirse con los suyos y ayudar con los heridos a recuperarse, y a los trolls a resguardarse antes de que cayese el muro protector de niebla.

LA GUERRA EN LA NIEBLA XIII


Buscó en las mentes de sus tropas y descubrió que dos de las náyades que habían salido a la superficie habían muerto, una de ellas calcinada, y la otra asfixiada al no poder llegar a tiempo al agua. Las demás se encontraban a salvo en las cuevas submarinas que antes habían usado como refugio, vigilando a las sirenas que habían podido capturar como prisioneras, y recuperándose de las quemaduras que el fuego había causado a algunas de ellas. Al parecer, las sirenas se habían rendido y permanecían sumisas desde que el bosque había comenzado a arder. Ellas eran criaturas del mar, pero recordaban los tiempos en los que habían amado a la Madre Tierra, y aquello les parecía una crueldad: su lucha era con las criaturas que habitaban la tierra, no contra la Madre Tierra.
Escuchó un quejido muy leve a su izquierda, apenas un suspiro. Al girarse descubrió a una dríade en el suelo, a cierta distancia. Estaba agonizante, al borde de la inconsciencia, pero viva aún; su cuerpo por lo general del mismo tono marrón de los troncos de los árboles, estaba negro y lleno de ampollas y sangre. Se acercó a ella corriendo, y se agachó a su lado. Sin perder un instante, posó sus manos sobre la cabeza de la dríade y comenzó  a extraer energía de la Madre Tierra para transmitírsela a ella. Tras unos instantes, la dríade dejó de quejarse y empezó a recuperarse; su piel fue sanando, y poco a poco recuperó su color natural, aunque en algunas zonas, las que habían estado más expuestas al fuego, quedaron llenas de manchas negras que ya no podría borrar. Cuando Dumbaria estuvo segura de que la dríade sería capaz de obtener la energía por sí sola, y tras asegurarse de que no correría peligro, la duende volvió a avanzar hacia la batalla. Sabía que la dríade haría lo mismo en cuanto hubiese recuperado fuerzas suficientes.
Inmediatamente dio órdenes de reagrupamiento; debían cercar a sus enemigos, ahora en menor número que ellos (y probablemente esperanzados por la inminente llegada de casi doscientos soldados más que no sabían que ya no llegarían). Ordenó a los elfos, los que menos bajas habían sufrido, que dejasen el arco hasta nuevo aviso, a no ser que tuvieran a algún enemigo a tiro y sin posibilidad de fallo, o que viesen desde las alturas que se iba a producir un ataque por la espalda. Igualmente, los trolls armados con onzas y piedras debían seguir las mismas órdenes.
En el aire, los dragones que quedaban mantenían la guardia en torno a los coros de hadas (algo más reducidos que al principio de la batalla, lo que había supuesto que la niebla se dispersase un poco); ya no quedaban más que un par de lagartos alados, quizás tres o cuatro, y uno de ellos estaba moribundo. Sin embargo, Dumbaria no quería arriesgarse a que un ataque a alguno de ellos supusiese una brecha en el escudo protector que habían formado, de forma que otro pudiese atacar a algún hada más; no si podía evitarlo.
Los trolls, los duendes y las dríades que quedaban en pie, algo más de un millar entre todos, fueron arrinconando a sus enemigos, que se encontraban en un número considerablemente inferior, y que empezaban a impacientarse ante la tardía llegada de sus compañeros. Dumbaria pudo ver los estragos que el fuego había causado en muchos de ellos, tanto en los de su bando como entre sus enemigos: estaban todos cubiertos de hollín y ceniza, y casi todos tenían ampollas y quemaduras en la piel. Los rostros de sus compañeros de batallan reflejaban desánimo e ira, pues el enemigo, en su afán por ganar, se había atrevido a dañar de una forma tan cruel y humana a la Madre Tierra. Ese acto era imperdonable. Incluso en las caras de los orcos y trasgos se leía el abatimiento y la pena.
De vez en cuando, caía silbando desde el cielo una certera flecha que acababa con la vida de algún rezagado o listillo que intentaba atacar a los duendes y dríades por retaguardia. A ratos eran las piedras las que acertaban al enemigo, haciéndolo trastabillar y caer, de forma que alguno de los duendes y dríades que se iban incorporando pudiese matarlo sin problemas.
Estaban todos cansados, tanto en un bando como en otro, pero los soldados de Dumbaria tenían una capacidad que los otros habían perdido con el paso del tiempo y a causa de su avaricia: podían obtener energía de la Madre Tierra. Quizá no la obtenían con la suficiente rapidez, ni en cantidades suficientes, teniendo en cuenta la situación, pero les permitía renovarse poco a poco, por lo que su cansancio era notablemente inferior al de sus enemigos que, por otra parte, morían de agotamiento y sin poder sanar sus heridas.
De haber llegado las tropas que esperaban, los enemigos, a pesar de seguir siendo inferiores en número, habrían tenido grandes probabilidades de ganar aquella guerra, pues las tropas de Dumbaria no habrían podido recuperarse lo suficiente para enfrentarse a tropas completamente sanas y llenas de energía, y los arqueros no habrían sido suficientes, y menos aún si quedaba algún lagarto alado vivo. Pero las probabilidades de que llegase la ayuda eran cada vez más escasas, y algunos ya habían perdido toda esperanza, pues hacía rato que tendrían que haber llegado.
Pronto, los agotados orcos y trasgos, y las pocas criaturas peludas que quedaban, se vieron rodeados por el ejército liderado por Dumbaria, que poco a poco se iba recuperando físicamente.
A su alrededor, los lagartos alados que aún quedaban en el aire habían comenzado a caer, uno por agotamiento, y los otros tres, vencidos: algunos de los dragones que habían caído a tierra se habían recuperado lo suficiente como para remontar el vuelo y atacar a los lagartos que allí quedaban. Tras recibir la información acerca de la nueva situación que se había creado sobre su cabeza, Dumbaria rehízo la estrategia que debían seguir los dragones: nuevamente, los más jóvenes debían recolocarse formando un escudo frente a los coros de hadas para evitar ataques fortuitos, mientras los adultos atacaban a los lagartos restantes por parejas. Dumbaria comenzaba su baile de espadas cuando el último lagarto cayó a tierra, herido.  
Inmediatamente, todos los dragones adultos, y todos los jóvenes menos tres (que debían permanecer junto a las hadas por si habían obviado a algún lagarto que siguiese merodeando en la distancia, oculto por la niebla) bajaron a tierra para terminar el trabajo que habían empezado y no habían llegado a terminar con los lagartos. Además, viéndose en desmedida ventaja sobre éstos, algunos acudieron raudos  junto a los silfos que protegían a las hadas para protegerlos de las llamaradas y dentelladas de los lagartos que pudieran acercárseles.
El grupo de trolls que había quedado bajo la orden de matar a las criaturas peludas que quedasen con vida, los que no luchaban contra los lagartos que había en tierra, pronto vieron finalizado su cometido, y sin plantearse siquiera parar un momento para reponerse, y siguiendo las órdenes de Dumbaria, fueron en pos de los nuevos lagartos que caían del cielo.
El anillo de Dumbaria brilló ligeramente, y sus dos espadas aparecieron en sus manos, listas para ser usadas. Dio la orden a los que se encontraban en la retaguardia de adelantar sus posiciones y sustituir a los que estaban luchando en las primeras filas, y ella siguió el mismo ejemplo; pretendía así que los que habían llegado últimos y se encontraban más recuperados, como ella misma, continuasen cercando a los enemigos y luchando contra ellos, ya debilitados, para que los soldados de las primeras filas pudiesen reponer sus energías y cubrir la retaguardia.
Dumbaria dio la orden e, instantáneamente, una lluvia de flechas cubrió el cielo, alcanzando a los orcos más dañados; los duendes, trolls y dríades avanzaron en formación, armas en ristre, y atacaron fieramente a los trasgos que más fuerzas conservaban. Dumbaria vio a varios soldados más acercándose, recién recuperados (entre ellos, la dríade a la que ella misma había ayudado) para unirse al final de la batalla. Éstos atacaban principalmente, y como había hecho Jyles con anterioridad, a los enemigos que conseguían ir atravesando líneas hasta la retaguardia.
Los lagartos que habían caído eran fieramente atacados por los  mismos dragones que los habían hecho caer, y que se habían visto obligados a  quedarse en tierra para ayudar a los ejércitos de a pie. Así mismo, los trolls hundían sus pesadas hachas en la piel de los lagartos, aprovechando las heridas que ya les habían infligido los dragones; su corta estatura, y el hecho de no tener alas, les permitía, en ocasiones, acercarse de frente a ellos sin ser percibidos, caminando siempre dentro de su punto ciego, y asestarles un golpe mortal con el hacha en el cráneo, a través del único punto débil que tenían los lagartos en la cabeza: los ojos. Para ello, tenían que actuar con gran rapidez, ya que a la hora de asestar el golpe, tenían que aparecer en el campo de visión de la bestia, y éstas tenían una gran agilidad para mover la cabeza y cerrar las mandíbulas en torno a sus enemigos.
A pesar del peligro de ser descuartizados fieramente entre los tres colmillos, los trolls actuaban con frenética ira, casi con desesperación. Nunca antes una criatura defensora de la magia había sentido tanto odio y desprecio por otro ser vivo, pero aquellos lagartos no podían ser considerados como tal. Actuaban llenos de sed de venganza, con pasión y alevosía, y algunos, en lugar de rematar a los lagartos cuando ya estaban moribundos, se alejaban de ellos con desprecio para dejarlos morir desangrados y llenos de agonía.
Gracias a la ayuda de los dragones y los trolls, y a que el resto de las tropas enemigas estaban rodeadas, los jóvenes silfos y las hadas a las que protegían pudieron recuperarse con gran rapidez, por lo que el tránsito de energía hacia las hadas del aire se vio completamente restablecido, y el hechizo se reafirmó con algo más de fuerza; además, algunas de las hadas que habían caído heridas se habían recuperado y no tardaron en volver a sus posiciones, tanto en aire para ayudar con el hechizo, como en tierra para ayudar en la obtención de la energía de la Madre Tierra.
Cada poco tiempo, Dumbaria volvía a dar la orden para que sus tropas se replegasen y comenzasen a cercar a las tropas enemigas por todos sus costados, haciendo que los soldados de la retaguardia reemplazasen a los de las primeras filas sin romper su formación. Una vez los tenían rodeados, daba la orden a los arqueros para que dejasen caer una lluvia de flechas sobre los exhaustos orcos y trasgos, y continuaba el ataque haciendo bailar sus espadas.
Con cada nueva orden para reorganizarse, los trolls aprovechaban para abatir a pedradas a los enemigos que quedaban entre las filas de duendes y dríades, de forma que éstos podían acabar con sus vidas al cambiar sus posiciones sin que ellos pudieran causar ningún daño.
Pronto el grupo de trasgos y orcos se vio reducido drásticamente, y todas las criaturas peludas hacía rato que habían perecido. Los que quedaban vivos, ya perdida toda esperanza de que llegasen los refuerzos a tiempo,  pedían clemencia, y no les fue concedida. Poco a poco fueron cayendo todas aquellas criaturas que habían luchado por la destrucción de la magia, y las que habían caído heridas -pero no muertas- fueron decapitadas sin demora para evitarles un sufrimiento innecesario. La guerra había llegado a su fin.
Pero… ¿Y las tropas de refuerzo? ¿Qué había pasado con Jyles?

LA GUERRA EN LA NIEBLA XII


Los dos duendes volvieron a mirarse; esta vez, con preocupación. Se mantuvieron en esa posición durante unos segundos, los ojos de uno fijos en los de la otra, completamente ajenos a las bestias que ya empezaban a salir de la cueva, sin haberse fijado en ellos. Tras un instante de silencio, ambos asintieron y se dieron la espalda.
“¿Estás seguro?”, preguntó ella a la par que avanzaba, separándose de su compañero.
“¿Hay alguna otra forma?”, preguntó él a su vez, cuando ella volvía a introducirse por la estrecha abertura en la roca. “Estaré bien, más diversión para mí”.
Ella supo, aunque no podía verle la cara, que le había guiñado un ojo, burlón. Dumbaria, preocupada por la suerte que podría correr su compañero, salió de la cueva por donde había entrado, dejando a su amigo dentro, completamente solo. Los orcos y los trasgos estaban aún saliendo de la cueva, en filas de tres, pues el ancho no permitía más que eso.
“Ten cuidado”, le llegó desde el interior de la cueva.
“Tú también”, pensó ella, preocupada, aunque sabía que podría apañárselas solo.
Reprimiendo sus instintos, Dumbaria se alejó de sus enemigos, separándose de la montaña y acercándose al borde del fiordo, y empezó a correr más rápido incluso de lo que había corrido para llegar a aquel lugar, pero igual de silenciosa.
En menos tiempo de lo que había previsto, llegó a donde aún se desarrollaba la batalla, cruel y encarnizada. La hierba, así como algunos árboles, estaban carbonizados; algunas dríades que no habían tenido tiempo de huir de las llamas yacían muertas entre los restos de lo que un día fueron árboles enormes. “Al menos,”, pensó, “el fuego ha cesado, que es lo más importante”.

LA GUERRA EN LA NIEBLA XI


Apenas unos minutos después de haber partido, Dumbaria y Jyles llegaron a su destino. A la par, ambos aminoraron la marcha para evitar ser oídos, pues ellos sí oían el alboroto que procedía del lugar. Al parecer, los orcos y trasgos sí tenían un plan B, y lo tenían ante sí.
El escondite donde se encontraba la retaguardia de sus enemigos era una cueva oculta tras los árboles, escavada en los riscos más internos del fiordo; a pesar de que la entrada no era más grande que un dragón  joven agachado, su interior era enorme, adentrándose a lo largo de toda la montaña, por lo que no podían saber la cantidad de orcos y trasgos que quedaban dentro. Adentrarse en aquél lugar en ese momento les supondría una muerte segura, pues serían vistos de inmediato; sin embargo, los dos duendes conocían otra entrada cercana a aquella, que probablemente el enemigo desconocería, ya que estaba muy bien camuflada, y que les permitiría adentrarse en la cueva sin ser vistos.
Si hacían caso de su instinto y del ruido que se oía dentro de la cueva, las tropas estaban a punto de salir hacia el campo de batalla. No había tiempo que perder.
Haciendo caso omiso al ruido que provenía de la entrada de la cueva, siguieron caminando unos metros más, sin separarse del borde de la montaña. Pronto encontraron la fina abertura en la roca que los conduciría al interior de la cueva, una abertura apenas más ancha que una simple grieta; se encontraba tras una pequeña cascada, y permitiría el paso de los dos duendes de lado.
El primero en introducirse por la abertura fue Jyles, y Dumbaria entró pisándoles los talones. Anduvieron a lo largo de todo el ancho de la pared rocosa, con la espalda y la barriga pegadas a la fría piedra, y avanzando tan rápido como el estrecho pasaje lo permitía. Los gritos de los orcos y trasgos rezagados se oían cada  vez más fuertes y alborotados. Llegaron al interior de la cueva.
Antes de salir a la enorme cavidad que ofrecía la montaña, Jyles inspeccionó, desde su escondiste entre las grietas, el interior de la cueva.
“¿En serio?”, sonó la voz del duende en la cabeza de Dumbaria. Su tono sonaba a la vez sorprendido y socarrón, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo por contener la risa dentro de aquella grieta. “Sabía que los orcos y trasgos eran a cada cual más inútil, pero jamás pensé que llegarían a tanto”.
“¿Por qué? ¿Qué pasa?”, preguntó ella, intrigada y un poco desesperada.
“Compruébalo tú misma”, le respondió él mientras salía sin reparo alguno de su escondite.
Tras el susto inicial al ver a su compañero adentrarse en una cueva llena de enemigos ruidosos, Dumbaria se asomó al espacio abierto que había dejado Jyles al salir.
Tras un momento de desconcierto, Dumbaria cerró la boca (que no recordaba haber abierto), y echó un vistazo a la totalidad de la cueva. Como Jyles, ella también se alejó de la protección que le brindaba la grieta, y se adentró sin reparo alguno en la cueva hasta colocarse junto a su compañero.
“¿En serio?”, repitió, incrédula, las palabras de su compañero, reprimiendo una carcajada, para lo cual tuvo que llevarse las manos a la boca.
El suelo  de la cueva estaba abarrotado de cuerpos inertes, cerca de un centenar. Otro centenar (de hecho bastantes menos) se arremolinaba ruidosamente frente a la entrada que ellos habían dejado atrás, dispuestos a salir, ya en formación. Por suerte, no quedaba ninguno de aquellos animales peludos.
Al parecer, durante la espera, había surgido una discusión que había dividido al grupo de orcos y trasgos en dos posiciones opuestas. Probablemente, la disputa había llegado a un punto tan acalorado que ambos bandos habían comenzado a pelear a muerte, hasta que uno de los grupos cayó muerto, o hasta que un trasgo u orco algo más avispado hubiese decidido que era hora de parar de pelear y prepararse para la marcha. Los dos duendes se inclinaban a pensar que se trataba de la primera opción, y probablemente no anduviesen demasiado desencaminados.
Jyles miró a Dumbaria con la risa pintada en la cara. “¡Nos han hecho la mitad del trabajo! No me lo puedo creer”, dijo ella, aún incrédula e intentando aguantar la risa. “No sólo se han matado entre ellos hasta quedar reducidos a menos de la mitad, sino que además los que quedan están cansados y heridos”.
Al parecer, habían subestimado la capacidad estratega de sus adversarios, pero no su inteligencia.
Los dos duendes sabían que, de haber  evitado la pelea entre ellos, habrían tenido grandes problemas para reducirlos entre los dos solos; es más, de no haber caído en la cuenta de que podían quedar orcos y trasgos escondidos, probablemente habrían perdido la guerra por agotamiento…pero aquella pelea entre ellos lo cambiaba todo.
En ese momento, un aviso de socorro sonó en sus mentes: los soldados de tierra estaban teniendo problemas para mantener a raya a los enemigos, pues algunos de los lagartos alados que habían caído, desesperados al verse acorralados, habían empezado a lanzar llamaradas que pronto prendieron varios árboles, y el fuego se extendía rápidamente. Algunas de las náyades que habían sobrevivido gracias a la emboscada que les habían tendido a las sirenas salieron del agua para extinguir las llamas, pero el tiempo que podían estar fuera del agua era muy escaso, y la cantidad de agua que podían llevar consigo para apagar el fuego, insuficiente.

LA GUERRA EN LA NIEBLA X


Los dos duendes corrían hombro con hombro; saltaban entre los árboles y cruzaban ríos sin hacer el menor ruido, apoyándose el uno en el otro sin necesidad de parar o usar palabras (o pensamientos), como si de una coreografía mil veces ensayada se tratase. Tan coordinados eran sus movimientos, que cuando la carrera no era del uno junto al otro, cualquiera hubiera podido pensar que se trataba de un solo cuerpo, una sola mente guiando los movimientos de los dos, como cuando una pierna espera a que la otra esté totalmente apoyada para comenzar a levantarse al caminar.
De vez en cuando les llegaban informes de sus tropas. Los dragones ganaban terreno gracias a la ventaja que les proporcionaba el punto ciego de los lagartos, y habían conseguido proteger a las hadas; ya solo quedaban unos pocos lagartos alados, y los tenían bajo control.
En el agua, las náyades iban cayendo frente a las sirenas que las superaban en número en una proporción de tres a una, por lo que tuvieron replegarse tras las rocas, en las cuevas y refugios que éstas ofrecían.
En tierra, la batalla estaba muy igualada; aunque los superaban ligeramente en número y fuerza, los elfos les proporcionaban una inestimable ventaja con sus flechas, ya que muy rara vez fallaban un blanco; los trolls, gracias a su resistencia física y a su dura piel, a pesar de sus heridas, conseguían mantenerse en pie y seguir luchando junto a los duendes, que conseguían mantenerse vivos gracias a su agilidad y pericia; las dríades, por su parte, apenas habían reducido su número gracias a su capacidad para camuflarse en los árboles y luchar desde allí usando sus lanzas. Y los silfos, a pesar de haber quedado muy reducidos, habían conseguido mantener a salvo a las hadas más jóvenes, aunque a duras penas.
Así pues, sin detener la marcha y sin dudar ni un segundo de los movimientos que tenían que hacer para continuar el avance, ellos les enviaban nuevas órdenes y estrategias de ataque para ayudarles a ganar tiempo y terreno.
A los dragones y sus jinetes, Jyles les mandó ánimos para que siguiesen con el ataque, pues tenían las de ganar; les ordenó que centrasen sus esfuerzos, casi al completo, en la protección de los coros de hadas, pero que un grupo de al menos diez dragones debía encargarse de atacar a los lagartos más cercanos y sanos, siempre en grupo para asegurarse la victoria; además, al menos uno de los dragones jóvenes heridos y otro de los adultos, también de los más heridos, debían bajar a tierra para ayudar a exterminar a los lagartos que quedasen vivos. Al estar en tierra, aunque siguiesen luchando, podrían recuperar parte de su salud, aunque más lentamente de lo que lo hacían las criaturas más pequeñas.
A las náyades, fue Dumbaria la que les dio una nueva estrategia de ataque, indicándoles la mejor manera de tenderles una emboscada a las sirenas sin salir de las cuevas que las protegían; muchas de ellas perecerían en el intento, pero derrotarían a las sirenas, y la mayoría de ellas quedaría a salvo. Les ordenó que secuestrasen y retuviesen a las que quedasen vivas bajo estricta vigilancia, asegurándose de que no pudieran escapar, dejándolas inconscientes si lo consideraban necesario.
Entre los dos reorganizaron a las tropas de tierra para hacer sus ataques más efectivos. Los trolls que portaban hachas debían dividirse en tres grupos: uno  seguiría atacando a las criaturas peludas que quedasen, otro debía ayudar a los silfos en su tarea de protección de las hadas, y el último debía ayudar  a los dragones a derrotar a los lagartos alados que habían caído, pues seguían lanzando llamaradas de fuego, y los dragones no daban abasto para apagarlas todas.
Los trolls armados con onzas y piedras debían atacar, sobre todo, a los enemigos que estuviesen luchando contra los duendes y las dríades, siendo su función ahora la misma que la de los elfos: hacer diana en sus blancos para desestabilizarlos y distraerlos lo máximo posible, de manera que sus compañeros pudiesen aprovechar esa ventaja para atacar más duramente. Si tenían ocasión, debían poner sus piedras a disposición de los silfos que se viesen en apuros.
Los duendes y las dríades, por supuesto, debían seguir luchando cuerpo a cuerpo.
La lucha ya duraba más de una hora, y todos empezaban a sentirse cansados, pero nadie pensó ni por un instante en dejar de pelear. Las tropas enemigas caían agotadas, sin poder renovar sus energías; además, sus armas eran más pesadas, y sus ataques requerían de un mayor esfuerzo físico. Las tropas de Dumbaria y Jyles, a pesar de poder renovarse, lo hacían muy lentamente, por lo que el esfuerzo era muy superior a lo que recuperaban; aun así, estaban menos cansados que sus enemigos, y la confianza que les habían transmitido los dos duendes sobre el desarrollo de la batalla desde que habían partido los animaba a seguir luchando dando lo mejor de sí mismos.

LA GUERRA EN LA NIEBLA IX


Apenas llevaban unos minutos de intensa lucha, y el campo de batalla ya estaba cubierto de sangre, soldados heridos y cuerpos sin vida. Por doquier se veían pequeños focos de fuego provocados por los lagartos en su afán por dañar en lo posible a las tropas de a pie de Dumbaria, e incluso a los elfos, ya que éstos aún no habían sufrido ninguna baja. Los dragones, siendo los únicos con el cuerpo suficientemente grande y, por supuesto, los únicos capaces de tolerar el fuego, entre dentelladas y zarpazos, cada vez que encontraban oportunidad, dejaban caer sus cuerpos contra los focos localizados de fuego, apagándolo para evitar que éste se extendiese y descontrolase.
Eran muy pocas las criaturas peludas que quedaban vivas, y la gran mayoría de ellas no podían seguir luchando, pues las hachas de los trolls habían cercenado los músculos de sus fuertes patas. Considerándolas un peligro menor, los trolls se centraron en los trasgos y orcos que los acechaban, y en seguir cortando las patas  de los enormes cuadrúpedos que aún podían embestir contra ellos.
La quietud del amanecer había sido sustituida por el ruido de las garras al chocar con las escamas del adversario, la música de las espadas al encontrarse, los gritos de los que eran atravesados por flechas, espadas y hachas, de los que eran apedreados, o simplemente estaban heridos.
Las aguas se habían convertido en turbulentos remolinos, agitadas como si una terrible tormenta las azotase; el cristalino de su superficie se había tornado sucio por la tierra, rojo por la sangre.
Enormes cuerpos alados, tanto negros como coloridos, caían del cielo en rápida sucesión entre desgarradores gritos de dolor y muerte.
La hierba, que tan verde y resistente había amanecido, estaba ahora pisoteada, rota y mustia bajo el peso de los cuerpos caídos. Los árboles se agitaban incómodos con cada salto de las dríades, y se mantenían heroicamente erguidos tras las embestidas de los trasgos y orcos en su afán por hacerlas caer a ellas.
Sólo el cántico de las hadas seguía imperturbable, mudo, perceptible sólo entre ellas. Cuando una de ellas caía, presa de los colmillos o el fuego de algún lagarto alado, el coro volvía a cerrarse inmediatamente, sin demora, para evitar brechas en el hechizo. Se sentían agotadas a pesar de recibir sin descanso la energía que les mandaban las hadas más jóvenes: esa energía no era suficiente, y menos desde que el escudo que formaban los silfos dejó de ser suficiente para protegerlas; sin embargo, no cesaban en su cántico.
A pesar de que la lucha seguía siendo encarnizada y no daba tregua, Dumbaria y Jyles notaron que el número de enemigos contra los que ellos dos peleaban había disminuido considerablemente, ya que se encontraban bastante dispersos. Sin bajar la guardia en ningún momento, los dos duendes dejaron que sus espadas se evaporaran en sus manos,  se retiraron del foco más amplio de la batalla, donde habían estado inmersos, y se subieron al árbol donde previamente había estado posada Dumbaria para tener una mejor vista de todo el lugar y hacer recuento.
“Son pocos”, escucharon los soldados en sus mentes. El pensamiento había sido tan potente, que resultó obvio que la información la habían dado Dumbaria y Jyles a la vez. “Demasiados pocos…al menos los que venían a pie”.
Los soldados siguieron luchando como si nada hubiese interrumpido el pensamiento en sus mentes. Los duendes de la retaguardia se veían rodeados por sus enemigos, y éstos, a su vez, se veían rodeados por las escurridizas dríades. Si habían llegado tan lejos, se debía, sin lugar a dudas, a la fuerza bruta que empleaban.
Los trolls armados con hachas no daban abasto entre las criaturas peludas que quedaban y los trasgos que cargaban contra ellos y contra los silfos protectores de las hadas; los que iban armados con piedras enfocaban todos sus esfuerzos en proteger a los grupos de hadas jóvenes que habían quedado desprotegidas al verse los silfos obligados a pelear.
Viendo que las últimas filas estaban tan agobiadas en su ataque, mientras que las primeras podían luchar en pequeños grupos contra cada adversario, Dumbaria indicó a parte de los duendes y dríades de las primeras filas de ataque que se replegasen hacia la retaguardia, atacando a sus enemigos por la espalda mientras los demás cubrían las suyas. De esta forma, tanto los silfos como los trolls que los ayudaban pudieron reorganizarse para hacer más efectivos sus ataques, y los más heridos encontraron un respiro para recuperar las fuerzas.
Los dragones adultos, los jinetes de los jóvenes y las náyades pensaron con fuerza la información que podían aportar a los dos duendes. “Por aire y agua son más que nosotros”, concluyeron.
“Es una trampa”, les llegó la voz de Dumbaria.
“Hay más, muchos más soldados de a pie. Están escondidos, esperando que nosotros estemos debilitados para atacar”, Añadió la voz de Jyles.
¿Cómo no se habían dado cuenta antes? ¿Cómo habían podido pasarlo por alto? Los orcos y trasgos  eran, por naturaleza, bastante estúpidos; al perder la magia que antaño tuvieron, la evolución había hecho decrecer sus cráneos, por lo que sus capacidades se habían visto reducidas a sus instintos más básicos, y parte de su inteligencia se había convertido en pura fuerza bruta. ¿Habían subestimado la capacidad de estrategia de sus enemigos? ¿Era posible que  estuviesen equivocados, que realmente hubiesen acudido a la batalla todos los orcos y trasgos que debían acudir?
-Tenemos que hacer algo, - le comentó Jyles a Dumbaria en voz alta- no podemos dejar que ganen terreno, que nos debiliten y luego aparezca la retaguardia.
-Tampoco podemos dividir a las tropas  para ir en su busca, sería nuestra perdición -le contestó ella.- Ni siquiera estamos seguros de que haya más.
-Si los hay, debemos detenerlos. Sólo pueden estar escondidos en un sitio, es el único lugar.
Dumbaria le miró a los ojos, con serenidad, intentando adivinar sus pensamientos a través de ellos.
-¿Crees que será suficiente? No sabemos cuántos pueden ser, ¿Crees que podremos con ellos? -preguntó ella, sabiendo ya la respuesta. A pesar de que su rostro se mantenía impasible, una sonrisa altiva se abrió paso entre las comisuras de su boca.
-¿A qué estamos esperando? -fue la respuesta de Jyles tras leer el temblor en los labios de su compañera.
Ambos sonrieron con complicidad, se miraron a los ojos socarronamente, casi con burla, bajaron del árbol de un salto, y empezaron a correr al unísono hacia el este, huyendo de la batalla por donde los adversarios habían llegado.
“¡Seguid luchando!”, ordenaron. “Vamos en busca de la retaguardia. Mantenednos informados sobre lo que ocurre en la batalla. ¡LUCHAD!”

LA GUERRA EN LA NIEBLA VIII


Mientras, en los riscos, Jyles soltó el arco y el carcaj y bajó a tierra. Durante su descenso, como había ocurrido con el de Dumbaria, su anillo se iluminó y dos espadas largas aparecieron en sus manos. Vio, aún desde una de las rocas más bajas, a un orco acercarse a un grupo de silfos. Aprovechando que se encontraba a mayor altura, tomó impulso para saltar desde donde se encontraba hasta el suelo, y aprovechó la inercia de la caída para cercenar los brazos del orco. Sin detenerse a comprobar la efectividad de su ataque, sorteó el cuerpo del orco y corrió hacia donde se encontraban el resto de los duendes, abriéndose camino entre los orcos y trasgos que se habían colado hasta la retaguardia, y ayudando a los duendes, trolls y dríades que se encontraban en apuros, rodeados por más de un enemigo.
Un grupo de silfos que se encontraba defendiendo a las hadas del suelo se apresuró a rematar al orco caído antes de volver a sus posiciones de defensa, pues el enemigo había conseguido avanzar hasta sus posiciones, y se disponía a acabar con las hadas más jóvenes. Los silfos, debido a su menor estatura y envergadura, tenían que pelear en pequeños grupos contra cada adversario, por lo que, aún a pesar de ser pocos los enemigos que habían conseguido llegar a la retaguardia, pronto se vieron en notable desventaja.
Jyles, que recibía los mensajes de socorro de cada grupo, ordenó a una parte de los arqueros que centraran sus flechas en ayudar a los jóvenes silfos; por su parte, los dragones caídos que no podían retomar el vuelo por heridas en las alas, con jinete o sin él, se lanzaron al ataque para defender tanto a los silfos que caían heridos como a los pequeños grupos de hadas que quedaban desprotegidos durante el ataque.
Gracias a la capacidad de los silfos de obtener energía de la Madre Tierra, y gracias a la protección que les ofrecían los dragones que ya no podían volar, cuando un silfo caía herido, y siempre que la herida no fuera mortal, éste comenzaba su propia curación hasta recuperar las energías suficientes para continuar luchando. Sin embargo, ninguno de los atacantes tenían esta capacidad, ya que la habían perdido con el paso del tiempo, al distanciarse de la Madre Tierra, por lo que una vez heridos, sólo podían esperar la muerte.
Poco a poco, los orcos y trasgos que atacaban a los grupos de hadas jóvenes  fueron disminuyendo en número. Los dragones, muy superiores en tamaño y fuerza, desmembraban sin piedad tanto a unos como a otros y, en ocasiones, peleaban contra los lagartos que caían heridos y que amenazaban tanto a los silfos y hadas como a los trolls, duendes y dríades de la retaguardia.
Los silfos se iban reagrupando conforme se iban recuperando, y volvían a la batalla sin un atisbo de duda en el rostro. Gracias a la ayuda de los dragones, pronto pudieron dedicarse sólo a la protección de las hadas y a rematar a algún enemigo ya herido que pudiese seguir luchando, aunque seguían encontrándose en marcada desventaja.
Jyles llegó a las primeras filas de ataque, y pronto se encontró junto a Dumbaria. De repente, sin necesidad de palabras ni gestos, el ataque de los dos duendes se coordinó como si de uno solo se tratase, como si fuese una sola mente actuando a través de dos cuerpos. Las espadas bailaban en sus manos al ritmo que sus dueños les marcaban, sin descanso. Luchaban codo con codo protegiéndose las espaldas mutuamente, apoyándose el uno en la otra para evitar ataques o magnificar los propios.
Los dos duendes habían nacido la última vez que los planetas se habían alineado, hecho muy poco corriente, por lo que, a pesar de ser hijos de padres diferentes, habían nacido como hermanos. Tal era el poder que desprendía la Madre Tierra en el momento del nacimiento, que los dos duendes se vieron envueltos en un halo de energía que más tarde les confirió ciertas capacidades inusuales entre los de su especie. Con el tiempo, y gracias a un duro entrenamiento, habían aprendido a ser uno solo en lugar de dos.
Las mentes de los dos duendes estaban perfectamente coordinadas entre sí, y coordinaban y reorganizaban sin dilaciones las estrategias de ataque de sus tropas conforme les llegaban los informes de situación y daños.

LA GUERRA EN LA NIEBLA VII


El enemigo los superaba ligeramente en número y, sobre todo, en fuerza, pero los duendes estaban muy bien entrenados y su lucha era muy efectiva; manejaban las espadas con gran agilidad, algunos usando ambas manos, y otros sólo una. Al contrario que sus enemigos, ninguno de ellos llevaba más escudo que la propia espada; sin embargo, esto no les suponía ningún problema, pues la extraña aleación con la que habían sido fabricadas las espadas les permitía partir los escudos de madera que usaban los orcos y trasgos como si de hojas se tratase, dejándolos tan indefensos como ellos se encontraban.
Las dríades esquivaban ágilmente los brutales ataques con que eran embestidas. Sus movimientos eran tan fluidos como el viento, y se agachaban o saltaban con la misma rapidez con la que solían subir a los árboles. Cuando se veían acorraladas, se camuflaban con el árbol más cercano, o desaparecían subiéndose a los mismos, ante la perpleja mirada de sus contrincantes, que no eran capaces de volver a localizarlas hasta que era demasiado tarde: aprovechando la confusión momentánea que producían al desaparecer, las dríades ensartaban a sus enemigos con sus lanzas y, siendo conscientes de haber delatado su propia posición a otros enemigos cercanos, saltaban del árbol y los atravesaban con la espada antes recuperar sus lanzas y volver a desaparecer.
En el agua, las náyades y sirenas se enzarzaron unas con otras, desgarrándose la piel y las escamas con dientes y uñas. El cuerpo de las náyades, cubierto completamente por oscuras y diminutas escamas, era liso y resbaladizo, mientras que la piel de las sirenas, más parecida a la piel de los humanos, aunque más dura, era más fácil de rasgar; además, las náyades podían usar las afiladas uñas de sus palmeados pies para ayudarse a sí mimas en la tarea de arañar la piel de sus enemigas, mientras que estas contaban sólo con sus aletas, con las que únicamente podían golpear y mantenerse a flote. Sin embargo, las náyades estaban en gran desventaja numérica, y este hecho pronto se hizo notar.