Dumbaria ya había comenzado con dichas tareas. Los
que habían acabado la guerra se dedicaron a buscar a los heridos ayudándose de
su capacidad, aunque más reducida que la de Dumbaria y Jyles, de comunicarse
entre sí. Los ayudaban a recuperarse, siempre empezando por los más dañados, y
éstos a su vez, una vez recuperados, ayudaban a los demás.
Dumbaria se fue acercando a los coros de silfos
protectores y los ayudó a recuperarse con mayor rapidez. Éstos, una vez
recuperados del todo, se unieron a las hadas más jóvenes en su tarea de enviar
energía a las hadas que mantenían activo el hechizo, ya que era necesario que
la niebla perdurase, al menos, hasta que todos los trolls estuvieran
recuperados y refugiados en las montañas. Las hadas, a pesar de haber sido las
primeras en ponerse a trabajar, serían las últimas en regresar a tierra.
Puesto que los elfos habían sido los menos dañados
durante la batalla, exceptuando alguna baja y algún que otro muerto, se
dedicaron, por grupos, a ayudar a los dragones, pues ellos no tenían la misma
capacidad de renovar sus energías que las otras criaturas más pequeñas, y
requerían de la ayuda de éstas.
Otro grupo de elfos, por su parte, fue hacia la zona
quemada para extraer la energía maligna de la tierra y expulsarla de sus
cuerpos, para ayudar a la hierba y los árboles a regenerarse con mayor
prontitud. El fuego era, sin lugar a dudas, el peor enemigo de la Madre Tierra.
Continuaron con esta tarea hasta que el color negro desapareció por completo de
la tierra y los árboles; poco a poco las primeras briznas verdes sustituyeron a
las quemadas, y más lentamente aún, los troncos de los árboles recuperaron su
color marrón, y pequeñas hojas empezaron a aparecer en los extremos de sus
ramas. Mientras el resto de las
criaturas se recuperaban, los elfos ayudarían a recuperarse a la Madre Tierra.
Tras su trabajo con los silfos, Dumbaria se dirigió
hacia el dragón más cercano, uno de los que aún no recibía ayuda. Era uno de
los más jóvenes, uno de los que había ido con jinete, tenía un profundo corte
triple en el cuello, producido por los colmillos de uno de los lagartos, y
agonizaba ya a punto de morir; el jinete
estaba unos metros más allá, sin vida. La
duende se acercó al dragón y posó sus manos junto a sus heridas. Empezó a
transmitirle la energía de la Madre Tierra a la pobre criatura con tanta fuerza
que sintió que le transmitía parte de la suya propia. Muy lentamente, el
pequeño dragón volvió a abrir los ojos, y más lentamente aún Dumbaria notó cómo
se cerraban las enormes heridas bajo sus manos. La respiración del dragón se
fue normalizando poco a poco hasta que las heridas cerraron del todo. La duende
dejó caer las manos y, exhausta, cayó de rodillas sobra la hierba y comenzó a
absorber energía para sí misma.
El dragón se mantuvo tumbado un rato más,
recuperando las fuerzas por sus propios medios.
Dumbaria se dirigió hacia otro de los dragones, y
realizó el mismo proceso. Vio, por el rabillo del ojo, que los trolls habían
comenzado a replegarse, llevando consigo a los más débiles, mientras los
ayudaban transmitiéndoles su energía propia.
“¿Jyles?”, llamó. Hacía ya rato que el duende debería
haber regresado y, a pesar de que si le hubiese pasado algo, ella lo habría
sabido, empezó a preocuparse.
“Estoy llegando, he tenido un pequeño contratiempo”,
le respondió, al tiempo que le mostraba una imagen de una de las criaturas
peludas, que al parecer había huido de la batalla, embestir contra él hasta que el duende
consiguió vencerlo. La diferencia de tamaño y el cansancio del duende habían
hecho que la embestida durase más de lo previsto, dejándolo, a su vez, más
cansado de lo que ya estaba, pues la energía que corría por su cuerpo lo hacía
con tal pereza que parecía que tardaría años recuperarse del todo.
Más relajada, Dumbaria siguió con su tarea ayudando
a los dragones a sanar.
Le llegó el informe de los trolls: todos los que
habían sobrevivido estaban ya a buen resguardo del sol. Transmitió esta
información a las hadas, que volvieron sin demora a tierra, casi más dejándose
caer estrepitosamente, agotadas, que en un descenso más pausado y elegante,
como solía ser habitual en ellas.
A medida que la niebla se iba desvaneciendo, con
lentitud, los dragones, protegidos de las miradas ajenas por el inmenso follaje
del lugar, se fueron desplazando también hacia las cuevas que les servían de
escondite diariamente.
Ya eran pocos los heridos que quedaban, y la mayoría ya podía valerse por sus propios
medios, por lo que las distintas especies se fueron replegando. Los elfos
volvieron a sus hogares en las cuevas tras las cascadas; las hadas y silfos volaron
al interior del sur del país, donde había más flores; los duendes regresaron a
sus madrigueras tras los acantilados que habían usado los elfos para tener una
visión completa y despejada del campo de batalla; y las dríades se subieron a
sus árboles, tanto a los antiguos como a los que habían surgido nuevos gracias
a la ayuda de los elfos.
Fue la propia Madre Tierra la que se encargó de los
cuerpos sin vida de sus hijos, tanto de los que aún la amaban y lucharon por
ella, como los de los que habían dejado de amarla tiempo atrás y la
perjudicaron. Más rápido de lo que podría haberlo hecho cualquier criatura, la
Madre Tierra hizo desaparecer los cuerpos de todos los caídos entre sus propias
entrañas, y los usó para acelerar la recuperación de la zona que se había
quemado y que los elfos habían limpiado de malas energías hasta devolverle la
vida; de no haber sido por ese gesto, la recuperación de esa zona habría durado
muchos años, y la nueva vida habría nacido enferma.
“Las náyades”, pensó Dumbaria para sí; “tengo que
hablar con las sirenas que mantienen cautivas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario