Un grito ahogado por la niebla rompió la quietud en
que ambos bandos habían quedado sumidos, y fue coreado por miles de gritos más.
El mandamás de los trasgos, orcos y aquellas criaturas peludas había dado la
voz de inicio, y los soldados habían reaccionado. La guerra, al fin, había
comenzado.
Durante el instante que había durado el grito de
inicio de un bando, la mente de los soldados del otro se vio inundada de
órdenes.
Por orden de Jyles, y siendo la suya la primera, una
lluvia de flechas cayó del cielo haciendo diana en las primeras filas enemigas;
algunas de esas flechas chocaron contra las negras escamas de los lagartos de
tres colmillos, y rebotaron sin hacer mella en ellos; otras, fueron a perderse
entre la espesa melena de las criaturas peludas, sin causarles daño aparente;
la mayoría atravesaron la dura piel de los orcos y las capas de grasa de los
trasgos, haciéndolos caer pesadamente.
Tanto los elfos como Jyles fueron corrigiendo la
dirección de sus flechas conforme el enemigo se movía. Después de la primera
ráfaga de flechas, los orcos y trasgos se habían convertido en la única diana
posible, pues eran los únicos que se veían afectados por ellas.
Los dragones se lanzaron en pos de las bestias
aladas que tenían frente a ellos, evitando sus enormes colmillos; enlazaron sus
garras con las de sus contrincantes y,
entre desgarros y dentelladas comenzaron a caer los primeros de uno y otro
bando.
Aprovechando la ventaja que les proporcionaba el
punto ciego de los lagartos, los dragones comenzaron su ataque de frente, de
forma que los lagartos sólo verían las alas de los dragones cuando éstos se
encontrasen directamente delante de sus narices, reduciendo su tiempo de
actuación. Los dragones usaban en su ataque, sobre todo, sus poderosas zarpas,
las cuales se hundían en los cuerpos de los lagartos tan profundamente como sus
escamas lo permitían; una vez herido el lagarto, desgarraban las articulaciones
de sus duras alas, bien con las zarpas, bien con las fauces, haciéndolo caer
entre temibles rugidos de agonizante dolor.
Por otro lado, los lagartos atacaban cerrando sus
temibles fauces alrededor del cuello o las patas de los dragones, lo que les
producían unas heridas enormes y muy profundas que les hacían perder sangre a
gran velocidad; una vez herido el dragón, rasgaban sus delgadas alas
membranosas con las zarpas haciéndolos caer malheridos.
Si el dragón al que atacaban era más joven, tras
herirlo, agarraban con fuerza entre las garras al silfo que lo cabalgaba,
rompiéndole los huesos y las alas, y lo dejaban caer para que se estrellara
contra el suelo, causándole la muerte; algunos lagartos, por pura diversión,
chamuscaban al silfo durante su caída, por lo que al llegar al suelo estaba ya
sin vida. Sin embargo, eran pocos los lagartos que conseguían atrapar a
dragones jóvenes, ya que éstos eran muy pequeños y ligeros, por lo que
permanecían en su punto ciego casi todo el rato, y podían volar mucho más
veloces que ellos; además, los jinetes eran astutos y estaban alerta, por lo
que pocas veces los pillaban desprevenidos y, en caso de necesitar huir, sabían
cómo hacerlo.
Por su parte, la gran mayoría de los dragones con
jinete, los más jóvenes, volaron sin demora para recolocar sus posiciones junto
a los coros de hadas, pues algunos lagartos las habían visto y convertido en
diana: muertas ellas, la niebla desaparecería tan pronto como había aparecido,
dejando la guerra a la vista de cualquier humano que pasase cerca, y
proporcionándoles, a la vez, una inestimable ventaja, pues la mitad de las
tropas de a pie del otro bando pasarían a ser meras piedras, completamente inútiles,
en medio del campo de batalla.
El anillo de Dumbaria brilló un instante con un
destello muy tenue, y dos largas espadas iguales a las del resto de los duendes
aparecieron en sus manos. Con un grito de guerra que sólo sus tropas pudieron
oír, Dumbaria corrió hacia el trasgo más cercano y, haciendo bailar las espadas
en sus manos, le hizo sendos tajos en el abdomen y el cuello, haciendo que la
cabeza de su contrincante se despegase del resto del cuerpo y cayese al suelo.
Sin demora, recolocó sus espadas, que no tardaron en atravesar el cuerpo de su
siguiente enemigo.
Algunos trolls lanzaron sus piedras partiéndole el cráneo
a los orcos y trasgos que se iban acercando, y haciendo trastabillar a los que
se encontraban más atrás; otros se lanzaron, hachas en mano, contra las enormes
criaturas peludas, intentando evitar sus embestidas mientras hundían sus
pesadas armas en sus patas, haciéndolas caer con un ruido sordo. Una vez en el
suelo, si la situación lo permitía, y aunque ya no suponían una verdadera
amenaza, dejaban caer sus hachas sobre el cuello de las bestias para evitar que
sufrieran de forma innecesaria.
Mientras, los duendes se lanzaron a la batalla,
espada en mano, y las dríades salieron de entre los árboles, ágiles y
silenciosas para añadir sus espadas y lanzas.
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