Los dos duendes corrían hombro con hombro; saltaban
entre los árboles y cruzaban ríos sin hacer el menor ruido, apoyándose el uno
en el otro sin necesidad de parar o usar palabras (o pensamientos), como si de
una coreografía mil veces ensayada se tratase. Tan coordinados eran sus
movimientos, que cuando la carrera no era del uno junto al otro, cualquiera
hubiera podido pensar que se trataba de un solo cuerpo, una sola mente guiando
los movimientos de los dos, como cuando una pierna espera a que la otra esté
totalmente apoyada para comenzar a levantarse al caminar.
De vez en cuando les llegaban informes de sus
tropas. Los dragones ganaban terreno gracias a la ventaja que les proporcionaba
el punto ciego de los lagartos, y habían conseguido proteger a las hadas; ya
solo quedaban unos pocos lagartos alados, y los tenían bajo control.
En el agua, las náyades iban cayendo frente a las
sirenas que las superaban en número en una proporción de tres a una, por lo que
tuvieron replegarse tras las rocas, en las cuevas y refugios que éstas
ofrecían.
En tierra, la batalla estaba muy igualada; aunque
los superaban ligeramente en número y fuerza, los elfos les proporcionaban una
inestimable ventaja con sus flechas, ya que muy rara vez fallaban un blanco;
los trolls, gracias a su resistencia física y a su dura piel, a pesar de sus
heridas, conseguían mantenerse en pie y seguir luchando junto a los duendes,
que conseguían mantenerse vivos gracias a su agilidad y pericia; las dríades,
por su parte, apenas habían reducido su número gracias a su capacidad para
camuflarse en los árboles y luchar desde allí usando sus lanzas. Y los silfos,
a pesar de haber quedado muy reducidos, habían conseguido mantener a salvo a
las hadas más jóvenes, aunque a duras penas.
Así pues, sin detener la marcha y sin dudar ni un
segundo de los movimientos que tenían que hacer para continuar el avance, ellos
les enviaban nuevas órdenes y estrategias de ataque para ayudarles a ganar
tiempo y terreno.
A los dragones y sus jinetes, Jyles les mandó ánimos
para que siguiesen con el ataque, pues tenían las de ganar; les ordenó que
centrasen sus esfuerzos, casi al completo, en la protección de los coros de
hadas, pero que un grupo de al menos diez dragones debía encargarse de atacar a
los lagartos más cercanos y sanos, siempre en grupo para asegurarse la
victoria; además, al menos uno de los dragones jóvenes heridos y otro de los
adultos, también de los más heridos, debían bajar a tierra para ayudar a
exterminar a los lagartos que quedasen vivos. Al estar en tierra, aunque
siguiesen luchando, podrían recuperar parte de su salud, aunque más lentamente
de lo que lo hacían las criaturas más pequeñas.
A las náyades, fue Dumbaria la que les dio una nueva
estrategia de ataque, indicándoles la mejor manera de tenderles una emboscada a
las sirenas sin salir de las cuevas que las protegían; muchas de ellas
perecerían en el intento, pero derrotarían a las sirenas, y la mayoría de ellas
quedaría a salvo. Les ordenó que secuestrasen y retuviesen a las que quedasen
vivas bajo estricta vigilancia, asegurándose de que no pudieran escapar,
dejándolas inconscientes si lo consideraban necesario.
Entre los dos reorganizaron a las tropas de tierra
para hacer sus ataques más efectivos. Los trolls que portaban hachas debían
dividirse en tres grupos: uno seguiría
atacando a las criaturas peludas que quedasen, otro debía ayudar a los silfos
en su tarea de protección de las hadas, y el último debía ayudar a los dragones a derrotar a los lagartos
alados que habían caído, pues seguían lanzando llamaradas de fuego, y los
dragones no daban abasto para apagarlas todas.
Los trolls armados con onzas y piedras debían
atacar, sobre todo, a los enemigos que estuviesen luchando contra los duendes y
las dríades, siendo su función ahora la misma que la de los elfos: hacer diana
en sus blancos para desestabilizarlos y distraerlos lo máximo posible, de
manera que sus compañeros pudiesen aprovechar esa ventaja para atacar más
duramente. Si tenían ocasión, debían poner sus piedras a disposición de los
silfos que se viesen en apuros.
Los duendes y las dríades, por supuesto, debían seguir
luchando cuerpo a cuerpo.
La lucha ya duraba más de una hora, y todos
empezaban a sentirse cansados, pero nadie pensó ni por un instante en dejar de
pelear. Las tropas enemigas caían agotadas, sin poder renovar sus energías;
además, sus armas eran más pesadas, y sus ataques requerían de un mayor
esfuerzo físico. Las tropas de Dumbaria y Jyles, a pesar de poder renovarse, lo
hacían muy lentamente, por lo que el esfuerzo era muy superior a lo que
recuperaban; aun así, estaban menos cansados que sus enemigos, y la confianza
que les habían transmitido los dos duendes sobre el desarrollo de la batalla
desde que habían partido los animaba a seguir luchando dando lo mejor de sí
mismos.
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