Apenas unos minutos después de haber partido,
Dumbaria y Jyles llegaron a su destino. A la par, ambos aminoraron la marcha
para evitar ser oídos, pues ellos sí oían el alboroto que procedía del lugar. Al
parecer, los orcos y trasgos sí tenían un plan B, y lo tenían ante sí.
El escondite donde se encontraba la retaguardia de sus
enemigos era una cueva oculta tras los árboles, escavada en los riscos más
internos del fiordo; a pesar de que la entrada no era más grande que un
dragón joven agachado, su interior era
enorme, adentrándose a lo largo de toda la montaña, por lo que no podían saber
la cantidad de orcos y trasgos que quedaban dentro. Adentrarse en aquél lugar
en ese momento les supondría una muerte segura, pues serían vistos de
inmediato; sin embargo, los dos duendes conocían otra entrada cercana a
aquella, que probablemente el enemigo desconocería, ya que estaba muy bien
camuflada, y que les permitiría adentrarse en la cueva sin ser vistos.
Si hacían caso de su instinto y del ruido que se oía
dentro de la cueva, las tropas estaban a punto de salir hacia el campo de batalla.
No había tiempo que perder.
Haciendo caso omiso al ruido que provenía de la
entrada de la cueva, siguieron caminando unos metros más, sin separarse del
borde de la montaña. Pronto encontraron la fina abertura en la roca que los
conduciría al interior de la cueva, una abertura apenas más ancha que una
simple grieta; se encontraba tras una pequeña cascada, y permitiría el paso de
los dos duendes de lado.
El primero en introducirse por la abertura fue
Jyles, y Dumbaria entró pisándoles los talones. Anduvieron a lo largo de todo
el ancho de la pared rocosa, con la espalda y la barriga pegadas a la fría
piedra, y avanzando tan rápido como el estrecho pasaje lo permitía. Los gritos
de los orcos y trasgos rezagados se oían cada vez más fuertes y alborotados. Llegaron al
interior de la cueva.
Antes de salir a la enorme cavidad que ofrecía la
montaña, Jyles inspeccionó, desde su escondiste entre las grietas, el interior
de la cueva.
“¿En serio?”, sonó la voz del duende en la cabeza de
Dumbaria. Su tono sonaba a la vez sorprendido y socarrón, como si estuviese haciendo
un gran esfuerzo por contener la risa dentro de aquella grieta. “Sabía que los
orcos y trasgos eran a cada cual más inútil, pero jamás pensé que llegarían a
tanto”.
“¿Por qué? ¿Qué pasa?”, preguntó ella, intrigada y
un poco desesperada.
“Compruébalo tú misma”, le respondió él mientras
salía sin reparo alguno de su escondite.
Tras el susto inicial al ver a su compañero
adentrarse en una cueva llena de enemigos ruidosos, Dumbaria se asomó al
espacio abierto que había dejado Jyles al salir.
Tras un momento de desconcierto, Dumbaria cerró la
boca (que no recordaba haber abierto), y echó un vistazo a la totalidad de la
cueva. Como Jyles, ella también se alejó de la protección que le brindaba la
grieta, y se adentró sin reparo alguno en la cueva hasta colocarse junto a su
compañero.
“¿En serio?”, repitió, incrédula, las palabras de su
compañero, reprimiendo una carcajada, para lo cual tuvo que llevarse las manos
a la boca.
El suelo de
la cueva estaba abarrotado de cuerpos inertes, cerca de un centenar. Otro
centenar (de hecho bastantes menos) se arremolinaba ruidosamente frente a la
entrada que ellos habían dejado atrás, dispuestos a salir, ya en formación. Por
suerte, no quedaba ninguno de aquellos animales peludos.
Al parecer, durante la espera, había surgido una
discusión que había dividido al grupo de orcos y trasgos en dos posiciones
opuestas. Probablemente, la disputa había llegado a un punto tan acalorado que
ambos bandos habían comenzado a pelear a muerte, hasta que uno de los grupos
cayó muerto, o hasta que un trasgo u orco algo más avispado hubiese decidido
que era hora de parar de pelear y prepararse para la marcha. Los dos duendes se
inclinaban a pensar que se trataba de la primera opción, y probablemente no
anduviesen demasiado desencaminados.
Jyles miró a Dumbaria con la risa pintada en la
cara. “¡Nos han hecho la mitad del trabajo! No me lo puedo creer”, dijo ella,
aún incrédula e intentando aguantar la risa. “No sólo se han matado entre ellos
hasta quedar reducidos a menos de la mitad, sino que además los que quedan
están cansados y heridos”.
Al parecer, habían subestimado la capacidad
estratega de sus adversarios, pero no su inteligencia.
Los dos duendes sabían que, de haber evitado la pelea entre ellos, habrían tenido
grandes problemas para reducirlos entre los dos solos; es más, de no haber
caído en la cuenta de que podían quedar orcos y trasgos escondidos,
probablemente habrían perdido la guerra por agotamiento…pero aquella pelea
entre ellos lo cambiaba todo.
En ese momento, un aviso de socorro sonó en sus
mentes: los soldados de tierra estaban teniendo problemas para mantener a raya
a los enemigos, pues algunos de los lagartos alados que habían caído, desesperados
al verse acorralados, habían empezado a lanzar llamaradas que pronto prendieron
varios árboles, y el fuego se extendía rápidamente. Algunas de las náyades que
habían sobrevivido gracias a la emboscada que les habían tendido a las sirenas
salieron del agua para extinguir las llamas, pero el tiempo que podían estar fuera
del agua era muy escaso, y la cantidad de agua que podían llevar consigo para
apagar el fuego, insuficiente.
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