Mi humilde petición

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lunes, 25 de marzo de 2013

LA GUERRA EN LA NIEBLA III


El sol seguía su camino hacia el punto más alto en el cielo, desapercibido a ojos de todos mientras la niebla se iba haciendo más y más espesa conforme las hadas cantaban su plegaria en silencio.
Llevaban colocados y en posición de ataque apenas unos minutos cuando empezaron a distinguirse los primeros atisbos de movimiento al este, donde los dos duendes habían mantenido la vista fija. Jyles cambió el peso de una pierna a otra y Dumbaria se incorporó en su rama, dejando caer las piernas por el borde de la misma. Fueron los únicos movimientos perceptibles en el lugar, a excepción de las sombras que empezaban a vislumbrarse por el horizonte.
Si hubiese lucido el sol, los rayos habrían hecho brillar las negras escamas de los enormes lagartos alados que surcaban el cielo para enfrentarse a los dragones que aguardaban ansiosos su llegada. Tenían tres enormes colmillos decorando sus descomunales fauces, dos en la mandíbula superior, y uno en la inferior, entre los dos superiores, tan largo que dividía su visión en dos campos diferentes con una delgada columna “ciega” en el centro.
Por tierra, enormes bichos peludos sacudían los árboles a su paso, arrasando con los más pequeños en su afán por llegar al ansiado encuentro que decidiría el destino de todas las criaturas que iban a luchar. Junto a ellos, cientos, miles de trasgos y orcos, criaturas que antaño fueran amantes de la naturaleza, corrompidos a lo largo de los siglos por la avaricia del hombre, competían por ver cuál de ellos llegaba primero a la lucha.
Nunca nadie había visto antes nada parecido a aquellas criaturas de pelo largo. Eran inmensas y salvajes, semejantes a los mamuts, pero sin colmillos. Nadie sabía qué eran ni cómo vencerlas, pero parecía obvio dónde tenían que atacar para derrotarlas: las patas eran la única zona del cuerpo asequible para cualquiera de las criaturas que esperaban en tierra.
En cambio, todos conocían a los orcos y trasgos. Los primeros eran apenas más altos que los trolls, y su piel era igualmente dura y rugosa, aunque esto no supondría ningún problema para las ligeras espadas de los duendes y dríades, ni para las hachas de los trolls. Los trasgos, en cambio, eran bastante altos y robustos y, a pesar de que tenían la piel blanda, varias capas de grasa cubrían sus órganos vitales, por lo que las espadas habrían de hundirse muy profundamente para dañarlos. Tenían dos grandes colmillos en la mandíbula superior, y su mayor ventaja era la fuerza bruta con la que contaban.
Tanto los orcos como los trasgos iban armados con pesadas espadas o garrotes, y algunos portaban también escudos de madera.
Hacía siglos que se libraban pequeñas batallas entre orcos y trasgos y las demás criaturas que iban a luchar en aquella guerra. Ambos bandos conocían los puntos débiles y fuertes de sus oponentes; ambos sabían cómo tenían que atacar y defenderse… y todos temían las estrategias y tretas que pudiera usar el enemigo durante la guerra.
En el mar, las náyades espiaban la llegada de las sirenas desde sus escondites  tras las rocas. El agua había empezado a enturbiarse con el brusco aleteo de sus enemigas al nadar, lo que, sumado a la piel olivácea de éstas últimas, dificultaba su visión y la tarea de contarlas para calcular más o menos la magnitud del peligro al que habrían de enfrentarse.

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