El sol seguía su camino hacia el punto más alto en
el cielo, desapercibido a ojos de todos mientras la niebla se iba haciendo más
y más espesa conforme las hadas cantaban su plegaria en silencio.
Llevaban colocados y en posición de ataque apenas
unos minutos cuando empezaron a distinguirse los primeros atisbos de movimiento
al este, donde los dos duendes habían mantenido la vista fija. Jyles cambió el
peso de una pierna a otra y Dumbaria se incorporó en su rama, dejando caer las
piernas por el borde de la misma. Fueron los únicos movimientos perceptibles en
el lugar, a excepción de las sombras que empezaban a vislumbrarse por el
horizonte.
Si hubiese lucido el sol, los rayos habrían hecho
brillar las negras escamas de los enormes lagartos alados que surcaban el cielo
para enfrentarse a los dragones que aguardaban ansiosos su llegada. Tenían tres
enormes colmillos decorando sus descomunales fauces, dos en la mandíbula
superior, y uno en la inferior, entre los dos superiores, tan largo que dividía
su visión en dos campos diferentes con una delgada columna “ciega” en el
centro.
Por tierra, enormes bichos peludos sacudían los
árboles a su paso, arrasando con los más pequeños en su afán por llegar al
ansiado encuentro que decidiría el destino de todas las criaturas que iban a
luchar. Junto a ellos, cientos, miles de trasgos y orcos, criaturas que antaño
fueran amantes de la naturaleza, corrompidos a lo largo de los siglos por la
avaricia del hombre, competían por ver cuál de ellos llegaba primero a la
lucha.
Nunca nadie había visto antes nada parecido a
aquellas criaturas de pelo largo. Eran inmensas y salvajes, semejantes a los
mamuts, pero sin colmillos. Nadie sabía qué eran ni cómo vencerlas, pero
parecía obvio dónde tenían que atacar para derrotarlas: las patas eran la única
zona del cuerpo asequible para cualquiera de las criaturas que esperaban en
tierra.
En cambio, todos conocían a los orcos y trasgos. Los
primeros eran apenas más altos que los trolls, y su piel era igualmente dura y
rugosa, aunque esto no supondría ningún problema para las ligeras espadas de
los duendes y dríades, ni para las hachas de los trolls. Los trasgos, en
cambio, eran bastante altos y robustos y, a pesar de que tenían la piel blanda,
varias capas de grasa cubrían sus órganos vitales, por lo que las espadas
habrían de hundirse muy profundamente para dañarlos. Tenían dos grandes
colmillos en la mandíbula superior, y su mayor ventaja era la fuerza bruta con
la que contaban.
Tanto los orcos como los trasgos iban armados con
pesadas espadas o garrotes, y algunos portaban también escudos de madera.
Hacía siglos que se libraban pequeñas batallas entre
orcos y trasgos y las demás criaturas que iban a luchar en aquella guerra.
Ambos bandos conocían los puntos débiles y fuertes de sus oponentes; ambos
sabían cómo tenían que atacar y defenderse… y todos temían las estrategias y
tretas que pudiera usar el enemigo durante la guerra.
En el mar, las náyades espiaban la llegada de las
sirenas desde sus escondites tras las
rocas. El agua había empezado a enturbiarse con el brusco aleteo de sus
enemigas al nadar, lo que, sumado a la piel olivácea de éstas últimas,
dificultaba su visión y la tarea de contarlas para calcular más o menos la
magnitud del peligro al que habrían de enfrentarse.
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