Mi humilde petición

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lunes, 25 de marzo de 2013

LA GUERRA EN LA NIEBLA XIV


Cuando todas las tropas de refuerzo hubieron salido de la cueva para unirse a la batalla contra los cansados duendes, Jyles salió tras ellos sin hacer ningún ruido. Inmediatamente se subió a un árbol y comenzó su persecución desde las alturas, ágil y silencioso cual felino.
Antes de separarse de Dumbaria, el duende había empezado a crear un plan de ataque que le permitiese salir con vida de una pelea con casi un centenar de soldados; una vez fuera de la cueva, ya desde la copa de los árboles, desechó dicho plan con una sonrisa incrédula, e inició un ataque improvisado. No podía creer que fuese a luchar contra unas criaturas tan estúpidas.
Al ser la boca de la cueva tan estrecha, los soldados enemigos habían tenido que salir en filas de a tres, y habían mantenido esa formación para la marcha hacia el campo de batalla. Tal y como habían llegado sus compañeros, éstos también marchaban muy ruidosamente, pisando el suelo con gran fuerza entre gritos de guerra, pero a paso lento, sin correr; al parecer, la pelea entre ellos los había agotado más de lo que eran capaces de soportar.
Jyles se dejó caer sin apenas ruido tras la última fila de la formación. El anillo que llevaba al cuello brilló tenuemente, y sus dos espadas aparecieron en sus manos justo cuando sus pies rozaron el suelo. Antes de que ninguno de los tres últimos soldados supiese qué estaba pasando, sus cabezas rodaban por el suelo, sus cuerpos se habían desplomado al son de los pasos de sus compañeros, y Jyles había vuelto a la copa de los árboles, ya sin espadas. Tal era el ruido que hacían los orcos y trasgos, que no se dieron cuenta de lo ocurrido.
El duende realizó ese mismo movimiento diez, quince veces más. Con cada fila de soldados que caía, el riesgo de ser descubierto era mayor, puesto que el ruido que hacían los que quedaban con vida iba disminuyendo. Jyles rezó a la Madre Tierra para que le permitiese seguir el ataque hasta que quedasen menos de una veintena…a ser posible, no más de tres filas, aunque no contaba con ello.
Poco a poco, el número de orcos y trasgos se fue reduciendo, así como el ruido que hacían. Jyles saltaba a tierra y realizaba su maniobra de ataque cada vez que lo consideraba prudente.  Quedaban ya apenas una decena de filas cuando la marcha de los orcos y trasgos comenzó a titubear, sobre todo las últimas filas, quedando las primeras aún ajenas al problema. En los dos ataques siguientes, en lugar de atacar sólo a la última fila, Jyles se arriesgó a atacar dos filas cada vez, dejando en marcha sólo a las seis primeras.
Los cuerpos de los últimos soldados al caer hicieron demasiado ruido, pues los cánticos de guerra también se habían hecho más titubeantes debido al nerviosismo que empezaba a reinar en la columna de los rezagados; Jyles consiguió subir al árbol más cercano por los pelos, justo cuando la marcha se detuvo y los pocos supervivientes se dieron la vuelta, confusos.
Durante un primer instante, reinó la confusión entre los orcos y trasgos, pues lo que vieron al girarse fue que el camino estaba marcado por los cuerpos sin cabeza de todos los compañeros de la retaguardia. Tras ese instante, los soldados restantes comenzaron a gritar de rabia e impotencia, mientras buscaban con la mirada al posible atacante.
Apenas había comenzado el alborozo, se hizo un silencio absoluto, pues se había vuelto a oír el sonido sordo de varios cuerpos al caer sobre la hierba. Aprovechando el ruido y la confusión, las dos primeras filas habían sido decapitadas, y el atacante había vuelto a desaparecer.
En un momento de lucidez, los soldados volvieron a girarse por si el atacante volvía a estar a sus espaldas, pero encontraron sólo los cuerpos sin vida que marcaban el camino por el que habían llegado hasta donde estaban.
Mientras, la voz de Dumbaria llegó a la cabeza del elfo. “Estamos acabando con los agonizantes”, le informaba. “La guerra ha terminado. Hemos vencido”.
El duende, en un ataque de arrogancia, se deslizó por la rama y se dejó caer haciendo un leve ruido que sabía que alertaría a los que aún quedaban en pie. Éstos, aún confusos,  volvieron a girarse, temiendo encontrar más cuerpos sin vida; en su lugar, vieron a Jyles, completamente desarmado y con un gesto de burla pintado en la cara.
-¡BUH!- dijo, sin alzar la voz, mientras las dos espadas aparecían en sus manos.
Sólo quedaban seis soldados, y los tres primeros cayeron antes de poder reaccionar; sin embargo, los otros tres tuvieron tiempo de alzar sus espadas y sus mazos para reprimir el ataque.
Tras unos instantes de lo que parecía ser una lucha encarnizada entre los dos orcos y el trasgo que quedaban contra el duende, Jyles hizo un amago de retirada hacia atrás y, aprovechando el impulso de sus contrincantes, se inclinó hacia delante e hincó sus dos espadas en la barriga de los dos orcos, y con un movimiento fluido las retiró y realizó un tajo con cada una en el  abdomen del trasgo, que se encontraba colocado entre los dos orcos.
El trasgo había aprovechado el ataque a los orcos para atacar al duende, y le había acertado con la espada en un costado antes de recibir el tajo mortal de las dos espadas de Jyles, y caer fulminado.
Jyles, con el costado izquierdo chorreando sangre, hizo desaparecer las espadas, se apoyó en el árbol del que acababa de saltar y se dejó caer hasta el suelo hasta que sus manos estuvieron en contacto directo con el mismo. Notó cómo la energía comenzaba a fluir a través de sus dedos y se dirigía directamente a la herida de su costado, sanándola lentamente.
“He acabado con ellos”, informó cuando la herida hubo sanado. “Se acabó”
Jyles se levantó, ya sin esfuerzo tras haber recuperado toda la energía que necesitaba, y comenzó su regreso, sin prisas, hacia el lugar donde se había desarrollado la batalla para reunirse con los suyos y ayudar con los heridos a recuperarse, y a los trolls a resguardarse antes de que cayese el muro protector de niebla.

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