Cuando todas las tropas de refuerzo hubieron salido
de la cueva para unirse a la batalla contra los cansados duendes, Jyles salió
tras ellos sin hacer ningún ruido. Inmediatamente se subió a un árbol y comenzó
su persecución desde las alturas, ágil y silencioso cual felino.
Antes de separarse de Dumbaria, el duende había
empezado a crear un plan de ataque que le permitiese salir con vida de una pelea
con casi un centenar de soldados; una vez fuera de la cueva, ya desde la copa
de los árboles, desechó dicho plan con una sonrisa incrédula, e inició un
ataque improvisado. No podía creer que fuese a luchar contra unas criaturas tan
estúpidas.
Al ser la boca de la cueva tan estrecha, los
soldados enemigos habían tenido que salir en filas de a tres, y habían
mantenido esa formación para la marcha hacia el campo de batalla. Tal y como
habían llegado sus compañeros, éstos también marchaban muy ruidosamente, pisando
el suelo con gran fuerza entre gritos de guerra, pero a paso lento, sin correr;
al parecer, la pelea entre ellos los había agotado más de lo que eran capaces
de soportar.
Jyles se dejó caer sin apenas ruido tras la última
fila de la formación. El anillo que llevaba al cuello brilló tenuemente, y sus
dos espadas aparecieron en sus manos justo cuando sus pies rozaron el suelo.
Antes de que ninguno de los tres últimos soldados supiese qué estaba pasando,
sus cabezas rodaban por el suelo, sus cuerpos se habían desplomado al son de
los pasos de sus compañeros, y Jyles había vuelto a la copa de los árboles, ya
sin espadas. Tal era el ruido que hacían los orcos y trasgos, que no se dieron
cuenta de lo ocurrido.
El duende realizó ese mismo movimiento diez, quince
veces más. Con cada fila de soldados que caía, el riesgo de ser descubierto era
mayor, puesto que el ruido que hacían los que quedaban con vida iba
disminuyendo. Jyles rezó a la Madre Tierra para que le permitiese seguir el
ataque hasta que quedasen menos de una veintena…a ser posible, no más de tres
filas, aunque no contaba con ello.
Poco a poco, el número de orcos y trasgos se fue
reduciendo, así como el ruido que hacían. Jyles saltaba a tierra y realizaba su
maniobra de ataque cada vez que lo consideraba prudente. Quedaban ya apenas una decena de filas cuando
la marcha de los orcos y trasgos comenzó a titubear, sobre todo las últimas
filas, quedando las primeras aún ajenas al problema. En los dos ataques
siguientes, en lugar de atacar sólo a la última fila, Jyles se arriesgó a
atacar dos filas cada vez, dejando en marcha sólo a las seis primeras.
Los cuerpos de los últimos soldados al caer hicieron
demasiado ruido, pues los cánticos de guerra también se habían hecho más
titubeantes debido al nerviosismo que empezaba a reinar en la columna de los
rezagados; Jyles consiguió subir al árbol más cercano por los pelos, justo
cuando la marcha se detuvo y los pocos supervivientes se dieron la vuelta,
confusos.
Durante un primer instante, reinó la confusión entre
los orcos y trasgos, pues lo que vieron al girarse fue que el camino estaba
marcado por los cuerpos sin cabeza de todos los compañeros de la retaguardia.
Tras ese instante, los soldados restantes comenzaron a gritar de rabia e
impotencia, mientras buscaban con la mirada al posible atacante.
Apenas había comenzado el alborozo, se hizo un
silencio absoluto, pues se había vuelto a oír el sonido sordo de varios cuerpos
al caer sobre la hierba. Aprovechando el ruido y la confusión, las dos primeras
filas habían sido decapitadas, y el atacante había vuelto a desaparecer.
En un momento de lucidez, los soldados volvieron a
girarse por si el atacante volvía a estar a sus espaldas, pero encontraron sólo
los cuerpos sin vida que marcaban el camino por el que habían llegado hasta
donde estaban.
Mientras, la voz de Dumbaria llegó a la cabeza del
elfo. “Estamos acabando con los agonizantes”, le informaba. “La guerra ha
terminado. Hemos vencido”.
El duende, en un ataque de arrogancia, se deslizó
por la rama y se dejó caer haciendo un leve ruido que sabía que alertaría a los
que aún quedaban en pie. Éstos, aún confusos, volvieron a girarse, temiendo encontrar más
cuerpos sin vida; en su lugar, vieron a Jyles, completamente desarmado y con un
gesto de burla pintado en la cara.
-¡BUH!- dijo, sin alzar la voz, mientras las dos
espadas aparecían en sus manos.
Sólo quedaban seis soldados, y los tres primeros
cayeron antes de poder reaccionar; sin embargo, los otros tres tuvieron tiempo
de alzar sus espadas y sus mazos para reprimir el ataque.
Tras unos instantes de lo que parecía ser una lucha
encarnizada entre los dos orcos y el trasgo que quedaban contra el duende,
Jyles hizo un amago de retirada hacia atrás y, aprovechando el impulso de sus
contrincantes, se inclinó hacia delante e hincó sus dos espadas en la barriga
de los dos orcos, y con un movimiento fluido las retiró y realizó un tajo con
cada una en el abdomen del trasgo, que
se encontraba colocado entre los dos orcos.
El trasgo había aprovechado el ataque a los orcos
para atacar al duende, y le había acertado con la espada en un costado antes de
recibir el tajo mortal de las dos espadas de Jyles, y caer fulminado.
Jyles, con el costado izquierdo chorreando sangre,
hizo desaparecer las espadas, se apoyó en el árbol del que acababa de saltar y
se dejó caer hasta el suelo hasta que sus manos estuvieron en contacto directo
con el mismo. Notó cómo la energía comenzaba a fluir a través de sus dedos y se
dirigía directamente a la herida de su costado, sanándola lentamente.
“He acabado con ellos”, informó cuando la herida
hubo sanado. “Se acabó”
Jyles se levantó, ya sin esfuerzo tras haber
recuperado toda la energía que necesitaba, y comenzó su regreso, sin prisas,
hacia el lugar donde se había desarrollado la batalla para reunirse con los
suyos y ayudar con los heridos a recuperarse, y a los trolls a resguardarse
antes de que cayese el muro protector de niebla.
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