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lunes, 25 de marzo de 2013

LA GUERRA EN LA NIEBLA XIII


Buscó en las mentes de sus tropas y descubrió que dos de las náyades que habían salido a la superficie habían muerto, una de ellas calcinada, y la otra asfixiada al no poder llegar a tiempo al agua. Las demás se encontraban a salvo en las cuevas submarinas que antes habían usado como refugio, vigilando a las sirenas que habían podido capturar como prisioneras, y recuperándose de las quemaduras que el fuego había causado a algunas de ellas. Al parecer, las sirenas se habían rendido y permanecían sumisas desde que el bosque había comenzado a arder. Ellas eran criaturas del mar, pero recordaban los tiempos en los que habían amado a la Madre Tierra, y aquello les parecía una crueldad: su lucha era con las criaturas que habitaban la tierra, no contra la Madre Tierra.
Escuchó un quejido muy leve a su izquierda, apenas un suspiro. Al girarse descubrió a una dríade en el suelo, a cierta distancia. Estaba agonizante, al borde de la inconsciencia, pero viva aún; su cuerpo por lo general del mismo tono marrón de los troncos de los árboles, estaba negro y lleno de ampollas y sangre. Se acercó a ella corriendo, y se agachó a su lado. Sin perder un instante, posó sus manos sobre la cabeza de la dríade y comenzó  a extraer energía de la Madre Tierra para transmitírsela a ella. Tras unos instantes, la dríade dejó de quejarse y empezó a recuperarse; su piel fue sanando, y poco a poco recuperó su color natural, aunque en algunas zonas, las que habían estado más expuestas al fuego, quedaron llenas de manchas negras que ya no podría borrar. Cuando Dumbaria estuvo segura de que la dríade sería capaz de obtener la energía por sí sola, y tras asegurarse de que no correría peligro, la duende volvió a avanzar hacia la batalla. Sabía que la dríade haría lo mismo en cuanto hubiese recuperado fuerzas suficientes.
Inmediatamente dio órdenes de reagrupamiento; debían cercar a sus enemigos, ahora en menor número que ellos (y probablemente esperanzados por la inminente llegada de casi doscientos soldados más que no sabían que ya no llegarían). Ordenó a los elfos, los que menos bajas habían sufrido, que dejasen el arco hasta nuevo aviso, a no ser que tuvieran a algún enemigo a tiro y sin posibilidad de fallo, o que viesen desde las alturas que se iba a producir un ataque por la espalda. Igualmente, los trolls armados con onzas y piedras debían seguir las mismas órdenes.
En el aire, los dragones que quedaban mantenían la guardia en torno a los coros de hadas (algo más reducidos que al principio de la batalla, lo que había supuesto que la niebla se dispersase un poco); ya no quedaban más que un par de lagartos alados, quizás tres o cuatro, y uno de ellos estaba moribundo. Sin embargo, Dumbaria no quería arriesgarse a que un ataque a alguno de ellos supusiese una brecha en el escudo protector que habían formado, de forma que otro pudiese atacar a algún hada más; no si podía evitarlo.
Los trolls, los duendes y las dríades que quedaban en pie, algo más de un millar entre todos, fueron arrinconando a sus enemigos, que se encontraban en un número considerablemente inferior, y que empezaban a impacientarse ante la tardía llegada de sus compañeros. Dumbaria pudo ver los estragos que el fuego había causado en muchos de ellos, tanto en los de su bando como entre sus enemigos: estaban todos cubiertos de hollín y ceniza, y casi todos tenían ampollas y quemaduras en la piel. Los rostros de sus compañeros de batallan reflejaban desánimo e ira, pues el enemigo, en su afán por ganar, se había atrevido a dañar de una forma tan cruel y humana a la Madre Tierra. Ese acto era imperdonable. Incluso en las caras de los orcos y trasgos se leía el abatimiento y la pena.
De vez en cuando, caía silbando desde el cielo una certera flecha que acababa con la vida de algún rezagado o listillo que intentaba atacar a los duendes y dríades por retaguardia. A ratos eran las piedras las que acertaban al enemigo, haciéndolo trastabillar y caer, de forma que alguno de los duendes y dríades que se iban incorporando pudiese matarlo sin problemas.
Estaban todos cansados, tanto en un bando como en otro, pero los soldados de Dumbaria tenían una capacidad que los otros habían perdido con el paso del tiempo y a causa de su avaricia: podían obtener energía de la Madre Tierra. Quizá no la obtenían con la suficiente rapidez, ni en cantidades suficientes, teniendo en cuenta la situación, pero les permitía renovarse poco a poco, por lo que su cansancio era notablemente inferior al de sus enemigos que, por otra parte, morían de agotamiento y sin poder sanar sus heridas.
De haber llegado las tropas que esperaban, los enemigos, a pesar de seguir siendo inferiores en número, habrían tenido grandes probabilidades de ganar aquella guerra, pues las tropas de Dumbaria no habrían podido recuperarse lo suficiente para enfrentarse a tropas completamente sanas y llenas de energía, y los arqueros no habrían sido suficientes, y menos aún si quedaba algún lagarto alado vivo. Pero las probabilidades de que llegase la ayuda eran cada vez más escasas, y algunos ya habían perdido toda esperanza, pues hacía rato que tendrían que haber llegado.
Pronto, los agotados orcos y trasgos, y las pocas criaturas peludas que quedaban, se vieron rodeados por el ejército liderado por Dumbaria, que poco a poco se iba recuperando físicamente.
A su alrededor, los lagartos alados que aún quedaban en el aire habían comenzado a caer, uno por agotamiento, y los otros tres, vencidos: algunos de los dragones que habían caído a tierra se habían recuperado lo suficiente como para remontar el vuelo y atacar a los lagartos que allí quedaban. Tras recibir la información acerca de la nueva situación que se había creado sobre su cabeza, Dumbaria rehízo la estrategia que debían seguir los dragones: nuevamente, los más jóvenes debían recolocarse formando un escudo frente a los coros de hadas para evitar ataques fortuitos, mientras los adultos atacaban a los lagartos restantes por parejas. Dumbaria comenzaba su baile de espadas cuando el último lagarto cayó a tierra, herido.  
Inmediatamente, todos los dragones adultos, y todos los jóvenes menos tres (que debían permanecer junto a las hadas por si habían obviado a algún lagarto que siguiese merodeando en la distancia, oculto por la niebla) bajaron a tierra para terminar el trabajo que habían empezado y no habían llegado a terminar con los lagartos. Además, viéndose en desmedida ventaja sobre éstos, algunos acudieron raudos  junto a los silfos que protegían a las hadas para protegerlos de las llamaradas y dentelladas de los lagartos que pudieran acercárseles.
El grupo de trolls que había quedado bajo la orden de matar a las criaturas peludas que quedasen con vida, los que no luchaban contra los lagartos que había en tierra, pronto vieron finalizado su cometido, y sin plantearse siquiera parar un momento para reponerse, y siguiendo las órdenes de Dumbaria, fueron en pos de los nuevos lagartos que caían del cielo.
El anillo de Dumbaria brilló ligeramente, y sus dos espadas aparecieron en sus manos, listas para ser usadas. Dio la orden a los que se encontraban en la retaguardia de adelantar sus posiciones y sustituir a los que estaban luchando en las primeras filas, y ella siguió el mismo ejemplo; pretendía así que los que habían llegado últimos y se encontraban más recuperados, como ella misma, continuasen cercando a los enemigos y luchando contra ellos, ya debilitados, para que los soldados de las primeras filas pudiesen reponer sus energías y cubrir la retaguardia.
Dumbaria dio la orden e, instantáneamente, una lluvia de flechas cubrió el cielo, alcanzando a los orcos más dañados; los duendes, trolls y dríades avanzaron en formación, armas en ristre, y atacaron fieramente a los trasgos que más fuerzas conservaban. Dumbaria vio a varios soldados más acercándose, recién recuperados (entre ellos, la dríade a la que ella misma había ayudado) para unirse al final de la batalla. Éstos atacaban principalmente, y como había hecho Jyles con anterioridad, a los enemigos que conseguían ir atravesando líneas hasta la retaguardia.
Los lagartos que habían caído eran fieramente atacados por los  mismos dragones que los habían hecho caer, y que se habían visto obligados a  quedarse en tierra para ayudar a los ejércitos de a pie. Así mismo, los trolls hundían sus pesadas hachas en la piel de los lagartos, aprovechando las heridas que ya les habían infligido los dragones; su corta estatura, y el hecho de no tener alas, les permitía, en ocasiones, acercarse de frente a ellos sin ser percibidos, caminando siempre dentro de su punto ciego, y asestarles un golpe mortal con el hacha en el cráneo, a través del único punto débil que tenían los lagartos en la cabeza: los ojos. Para ello, tenían que actuar con gran rapidez, ya que a la hora de asestar el golpe, tenían que aparecer en el campo de visión de la bestia, y éstas tenían una gran agilidad para mover la cabeza y cerrar las mandíbulas en torno a sus enemigos.
A pesar del peligro de ser descuartizados fieramente entre los tres colmillos, los trolls actuaban con frenética ira, casi con desesperación. Nunca antes una criatura defensora de la magia había sentido tanto odio y desprecio por otro ser vivo, pero aquellos lagartos no podían ser considerados como tal. Actuaban llenos de sed de venganza, con pasión y alevosía, y algunos, en lugar de rematar a los lagartos cuando ya estaban moribundos, se alejaban de ellos con desprecio para dejarlos morir desangrados y llenos de agonía.
Gracias a la ayuda de los dragones y los trolls, y a que el resto de las tropas enemigas estaban rodeadas, los jóvenes silfos y las hadas a las que protegían pudieron recuperarse con gran rapidez, por lo que el tránsito de energía hacia las hadas del aire se vio completamente restablecido, y el hechizo se reafirmó con algo más de fuerza; además, algunas de las hadas que habían caído heridas se habían recuperado y no tardaron en volver a sus posiciones, tanto en aire para ayudar con el hechizo, como en tierra para ayudar en la obtención de la energía de la Madre Tierra.
Cada poco tiempo, Dumbaria volvía a dar la orden para que sus tropas se replegasen y comenzasen a cercar a las tropas enemigas por todos sus costados, haciendo que los soldados de la retaguardia reemplazasen a los de las primeras filas sin romper su formación. Una vez los tenían rodeados, daba la orden a los arqueros para que dejasen caer una lluvia de flechas sobre los exhaustos orcos y trasgos, y continuaba el ataque haciendo bailar sus espadas.
Con cada nueva orden para reorganizarse, los trolls aprovechaban para abatir a pedradas a los enemigos que quedaban entre las filas de duendes y dríades, de forma que éstos podían acabar con sus vidas al cambiar sus posiciones sin que ellos pudieran causar ningún daño.
Pronto el grupo de trasgos y orcos se vio reducido drásticamente, y todas las criaturas peludas hacía rato que habían perecido. Los que quedaban vivos, ya perdida toda esperanza de que llegasen los refuerzos a tiempo,  pedían clemencia, y no les fue concedida. Poco a poco fueron cayendo todas aquellas criaturas que habían luchado por la destrucción de la magia, y las que habían caído heridas -pero no muertas- fueron decapitadas sin demora para evitarles un sufrimiento innecesario. La guerra había llegado a su fin.
Pero… ¿Y las tropas de refuerzo? ¿Qué había pasado con Jyles?

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