Mi humilde petición

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lunes, 25 de marzo de 2013

LA GUERRA EN LA NIEBLA XVI


En ese momento, un tremendo escalofrío recorrió la espalda de Dumbaria haciéndola encorvarse hacia atrás. Un desgarrador alarido atravesó las barreras de su boca, rasgando el silencio que había caído sobre el renovado campo de batalla tras la retirada de todos los soldados. Un reguero de lágrimas cayó sobre la hierba que había a sus pies, tornándola negra. Su cuerpo cayó inerte al suelo, y sus ojos abiertos dejaron de ver nada, nublados por el dolor. Antes de desmayarse llegó a ver una imagen en su cabeza: un trasgo que había sobrevivido había atacado a Jyles por la espalda. El duende que en ese momento estaba desprevenido y agotado, había caído inconsciente.
Dumbaria despertó en los brazos de una dríade que acudió en su ayuda, pues se encontraba a escasa distancia de la duende cuando ésta gritó. Dumbaria notó que tenía la cara empapada, y aún sentía un gran dolor en su interior, aunque iba remitiendo. Abrió los ojos y vio la cara de preocupación de la dríade que, asustada, intentaba encontrar la causa de tal grito.
-¿Te encuentras bien, Dumbaria? -le preguntó- ¿Qué ha pasado? -su voz era entrecortada y nerviosa, y Dumbaria podía notar que le temblaban las manos.
-¿Dónde está Jyles, Ïrina? ¡¿DÓNDE ESTÁ JYLES?!
La dríade miró a su alrededor, intentando avistar al duende.
-No lo sé, no lo he visto regresar. - la preocupación se acentuó en su rostro, y su mirada se oscureció como una noche sin estrellas- ¿Qué ha pasado? -volvió a preguntar Ïrina, presa del pánico- ¿Está bien Jyles?
Sin responder, Dumbaria se levantó de un salto y comenzó a correr, esquivando los árboles, hacia el lugar donde sabía que había caído su compañero, ya olvidadas las náyades y las sirenas. Cuando llegó al sitio en cuestión, Dumbaria no vio más que árboles y un hueco vacío en la hierba.
-No puede ser -dijo en voz alta, a nadie en particular.- No puede ser -repitió desesperada.
Se desplazó a lo largo del claro, aún sin creerse que el duende no estuviese allí, inconsciente, pues eso suponía que el trasgo se lo había llevado prisionero. Sabía que estaba vivo, podía notarlo, pero muy débil, seguramente en algún lugar donde no podría renovar su magia. Estaba temblando descontroladamente, por lo que se abrazó el cuerpo para evitar que sus manos y brazos siguiesen agitándose con violencia.
“¿Jyles?”, intentó llamarlo. “¡¡¡JYLEEEEEES!!!”, gritó, desesperada, cuando no obtuvo respuesta.
Dumbaria, asustada y desesperada, se dejó caer  de rodillas y comenzó a llorar amargamente. Allí donde sus lágrimas caían, una florecilla negra nacía llena de vida, de tristeza y melancolía.
La niebla acabó de dispersarse del todo y los primeros rayos de sol que se veían aquella mañana acariciaron el rostro de Dumbaria, débilmente, como si temieran borrar sus lágrimas. Uno de esos rayos, más despistado que los demás, se aventuró en el claro, ligeramente a la derecha de Dumbaria, haciendo brillar algo que había en el suelo.
La duende, aún con los ojos anegados en lágrimas, fijó la vista en el objeto brillante; se trataba de un anillo de plata recogido en una fina cadena. El anillo de Jyles.
Como si de un sueño se tratase, Dumbaria se levantó y se desplazó hacia donde brillaba el anillo. A cada paso que daba, varias florecillas negras nacían a los lados de sus pies creando un pequeño caminito delimitado por las mismas. La duende recogió el anillo del suelo y lo miró como si no supiese qué era. Sintió en sus dedos el peso de las dos espadas de su compañero, luchando por salir de la prisión que les confería el anillo para volver con su dueño.
A su alrededor ya había formado un manto de florecillas negras bastante altas cuando la mano de la duende se cerró en torno al anillo, con fuerza. Su mirada se tornó oscura y su rostro furioso, vengativo. Tan rápido como habían aparecido, las lágrimas dejaron de manar de sus ojos y se secaron en su rostro en su camino hacia el suelo.
Dumbaria levantó la cabeza y miró al horizonte. Se colocó el anillo de su compañero alrededor del cuello, junto al suyo y, decidida, comenzó a moverse hacia donde su instinto la guiaba. Su paso era lento y suave sobre la hierba, pero no había rastro de duda en sus movimientos…

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