El enemigo los superaba ligeramente en número y,
sobre todo, en fuerza, pero los duendes estaban muy bien entrenados y su lucha
era muy efectiva; manejaban las espadas con gran agilidad, algunos usando ambas
manos, y otros sólo una. Al contrario que sus enemigos, ninguno de ellos
llevaba más escudo que la propia espada; sin embargo, esto no les suponía
ningún problema, pues la extraña aleación con la que habían sido fabricadas las
espadas les permitía partir los escudos de madera que usaban los orcos y trasgos
como si de hojas se tratase, dejándolos tan indefensos como ellos se
encontraban.
Las dríades esquivaban ágilmente los brutales
ataques con que eran embestidas. Sus movimientos eran tan fluidos como el
viento, y se agachaban o saltaban con la misma rapidez con la que solían subir
a los árboles. Cuando se veían acorraladas, se camuflaban con el árbol más
cercano, o desaparecían subiéndose a los mismos, ante la perpleja mirada de sus
contrincantes, que no eran capaces de volver a localizarlas hasta que era
demasiado tarde: aprovechando la confusión momentánea que producían al
desaparecer, las dríades ensartaban a sus enemigos con sus lanzas y, siendo
conscientes de haber delatado su propia posición a otros enemigos cercanos, saltaban
del árbol y los atravesaban con la espada antes recuperar sus lanzas y volver a
desaparecer.
En el agua, las náyades y sirenas se enzarzaron unas
con otras, desgarrándose la piel y las escamas con dientes y uñas. El cuerpo de
las náyades, cubierto completamente por oscuras y diminutas escamas, era liso y
resbaladizo, mientras que la piel de las sirenas, más parecida a la piel de los
humanos, aunque más dura, era más fácil de rasgar; además, las náyades podían
usar las afiladas uñas de sus palmeados pies para ayudarse a sí mimas en la
tarea de arañar la piel de sus enemigas, mientras que estas contaban sólo con
sus aletas, con las que únicamente podían golpear y mantenerse a flote. Sin
embargo, las náyades estaban en gran desventaja numérica, y este hecho pronto
se hizo notar.
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