Mi humilde petición

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lunes, 25 de marzo de 2013

LA GUERRA EN LA NIEBLA IX


Apenas llevaban unos minutos de intensa lucha, y el campo de batalla ya estaba cubierto de sangre, soldados heridos y cuerpos sin vida. Por doquier se veían pequeños focos de fuego provocados por los lagartos en su afán por dañar en lo posible a las tropas de a pie de Dumbaria, e incluso a los elfos, ya que éstos aún no habían sufrido ninguna baja. Los dragones, siendo los únicos con el cuerpo suficientemente grande y, por supuesto, los únicos capaces de tolerar el fuego, entre dentelladas y zarpazos, cada vez que encontraban oportunidad, dejaban caer sus cuerpos contra los focos localizados de fuego, apagándolo para evitar que éste se extendiese y descontrolase.
Eran muy pocas las criaturas peludas que quedaban vivas, y la gran mayoría de ellas no podían seguir luchando, pues las hachas de los trolls habían cercenado los músculos de sus fuertes patas. Considerándolas un peligro menor, los trolls se centraron en los trasgos y orcos que los acechaban, y en seguir cortando las patas  de los enormes cuadrúpedos que aún podían embestir contra ellos.
La quietud del amanecer había sido sustituida por el ruido de las garras al chocar con las escamas del adversario, la música de las espadas al encontrarse, los gritos de los que eran atravesados por flechas, espadas y hachas, de los que eran apedreados, o simplemente estaban heridos.
Las aguas se habían convertido en turbulentos remolinos, agitadas como si una terrible tormenta las azotase; el cristalino de su superficie se había tornado sucio por la tierra, rojo por la sangre.
Enormes cuerpos alados, tanto negros como coloridos, caían del cielo en rápida sucesión entre desgarradores gritos de dolor y muerte.
La hierba, que tan verde y resistente había amanecido, estaba ahora pisoteada, rota y mustia bajo el peso de los cuerpos caídos. Los árboles se agitaban incómodos con cada salto de las dríades, y se mantenían heroicamente erguidos tras las embestidas de los trasgos y orcos en su afán por hacerlas caer a ellas.
Sólo el cántico de las hadas seguía imperturbable, mudo, perceptible sólo entre ellas. Cuando una de ellas caía, presa de los colmillos o el fuego de algún lagarto alado, el coro volvía a cerrarse inmediatamente, sin demora, para evitar brechas en el hechizo. Se sentían agotadas a pesar de recibir sin descanso la energía que les mandaban las hadas más jóvenes: esa energía no era suficiente, y menos desde que el escudo que formaban los silfos dejó de ser suficiente para protegerlas; sin embargo, no cesaban en su cántico.
A pesar de que la lucha seguía siendo encarnizada y no daba tregua, Dumbaria y Jyles notaron que el número de enemigos contra los que ellos dos peleaban había disminuido considerablemente, ya que se encontraban bastante dispersos. Sin bajar la guardia en ningún momento, los dos duendes dejaron que sus espadas se evaporaran en sus manos,  se retiraron del foco más amplio de la batalla, donde habían estado inmersos, y se subieron al árbol donde previamente había estado posada Dumbaria para tener una mejor vista de todo el lugar y hacer recuento.
“Son pocos”, escucharon los soldados en sus mentes. El pensamiento había sido tan potente, que resultó obvio que la información la habían dado Dumbaria y Jyles a la vez. “Demasiados pocos…al menos los que venían a pie”.
Los soldados siguieron luchando como si nada hubiese interrumpido el pensamiento en sus mentes. Los duendes de la retaguardia se veían rodeados por sus enemigos, y éstos, a su vez, se veían rodeados por las escurridizas dríades. Si habían llegado tan lejos, se debía, sin lugar a dudas, a la fuerza bruta que empleaban.
Los trolls armados con hachas no daban abasto entre las criaturas peludas que quedaban y los trasgos que cargaban contra ellos y contra los silfos protectores de las hadas; los que iban armados con piedras enfocaban todos sus esfuerzos en proteger a los grupos de hadas jóvenes que habían quedado desprotegidas al verse los silfos obligados a pelear.
Viendo que las últimas filas estaban tan agobiadas en su ataque, mientras que las primeras podían luchar en pequeños grupos contra cada adversario, Dumbaria indicó a parte de los duendes y dríades de las primeras filas de ataque que se replegasen hacia la retaguardia, atacando a sus enemigos por la espalda mientras los demás cubrían las suyas. De esta forma, tanto los silfos como los trolls que los ayudaban pudieron reorganizarse para hacer más efectivos sus ataques, y los más heridos encontraron un respiro para recuperar las fuerzas.
Los dragones adultos, los jinetes de los jóvenes y las náyades pensaron con fuerza la información que podían aportar a los dos duendes. “Por aire y agua son más que nosotros”, concluyeron.
“Es una trampa”, les llegó la voz de Dumbaria.
“Hay más, muchos más soldados de a pie. Están escondidos, esperando que nosotros estemos debilitados para atacar”, Añadió la voz de Jyles.
¿Cómo no se habían dado cuenta antes? ¿Cómo habían podido pasarlo por alto? Los orcos y trasgos  eran, por naturaleza, bastante estúpidos; al perder la magia que antaño tuvieron, la evolución había hecho decrecer sus cráneos, por lo que sus capacidades se habían visto reducidas a sus instintos más básicos, y parte de su inteligencia se había convertido en pura fuerza bruta. ¿Habían subestimado la capacidad de estrategia de sus enemigos? ¿Era posible que  estuviesen equivocados, que realmente hubiesen acudido a la batalla todos los orcos y trasgos que debían acudir?
-Tenemos que hacer algo, - le comentó Jyles a Dumbaria en voz alta- no podemos dejar que ganen terreno, que nos debiliten y luego aparezca la retaguardia.
-Tampoco podemos dividir a las tropas  para ir en su busca, sería nuestra perdición -le contestó ella.- Ni siquiera estamos seguros de que haya más.
-Si los hay, debemos detenerlos. Sólo pueden estar escondidos en un sitio, es el único lugar.
Dumbaria le miró a los ojos, con serenidad, intentando adivinar sus pensamientos a través de ellos.
-¿Crees que será suficiente? No sabemos cuántos pueden ser, ¿Crees que podremos con ellos? -preguntó ella, sabiendo ya la respuesta. A pesar de que su rostro se mantenía impasible, una sonrisa altiva se abrió paso entre las comisuras de su boca.
-¿A qué estamos esperando? -fue la respuesta de Jyles tras leer el temblor en los labios de su compañera.
Ambos sonrieron con complicidad, se miraron a los ojos socarronamente, casi con burla, bajaron del árbol de un salto, y empezaron a correr al unísono hacia el este, huyendo de la batalla por donde los adversarios habían llegado.
“¡Seguid luchando!”, ordenaron. “Vamos en busca de la retaguardia. Mantenednos informados sobre lo que ocurre en la batalla. ¡LUCHAD!”

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