Apenas llevaban unos minutos de intensa lucha, y el
campo de batalla ya estaba cubierto de sangre, soldados heridos y cuerpos sin
vida. Por doquier se veían pequeños focos de fuego provocados por los lagartos
en su afán por dañar en lo posible a las tropas de a pie de Dumbaria, e incluso
a los elfos, ya que éstos aún no habían sufrido ninguna baja. Los dragones,
siendo los únicos con el cuerpo suficientemente grande y, por supuesto, los
únicos capaces de tolerar el fuego, entre dentelladas y zarpazos, cada vez que
encontraban oportunidad, dejaban caer sus cuerpos contra los focos localizados
de fuego, apagándolo para evitar que éste se extendiese y descontrolase.
Eran muy pocas las criaturas peludas que quedaban
vivas, y la gran mayoría de ellas no podían seguir luchando, pues las hachas de
los trolls habían cercenado los músculos de sus fuertes patas. Considerándolas
un peligro menor, los trolls se centraron en los trasgos y orcos que los
acechaban, y en seguir cortando las patas
de los enormes cuadrúpedos que aún podían embestir contra ellos.
La quietud del amanecer había sido sustituida por el
ruido de las garras al chocar con las escamas del adversario, la música de las
espadas al encontrarse, los gritos de los que eran atravesados por flechas,
espadas y hachas, de los que eran apedreados, o simplemente estaban heridos.
Las aguas se habían convertido en turbulentos
remolinos, agitadas como si una terrible tormenta las azotase; el cristalino de
su superficie se había tornado sucio por la tierra, rojo por la sangre.
Enormes cuerpos alados, tanto negros como coloridos,
caían del cielo en rápida sucesión entre desgarradores gritos de dolor y
muerte.
La hierba, que tan verde y resistente había
amanecido, estaba ahora pisoteada, rota y mustia bajo el peso de los cuerpos
caídos. Los árboles se agitaban incómodos con cada salto de las dríades, y se
mantenían heroicamente erguidos tras las embestidas de los trasgos y orcos en
su afán por hacerlas caer a ellas.
Sólo el cántico de las hadas seguía imperturbable,
mudo, perceptible sólo entre ellas. Cuando una de ellas caía, presa de los
colmillos o el fuego de algún lagarto alado, el coro volvía a cerrarse
inmediatamente, sin demora, para evitar brechas en el hechizo. Se sentían
agotadas a pesar de recibir sin descanso la energía que les mandaban las hadas más
jóvenes: esa energía no era suficiente, y menos desde que el escudo que
formaban los silfos dejó de ser suficiente para protegerlas; sin embargo, no
cesaban en su cántico.
A pesar de que la lucha seguía siendo encarnizada y
no daba tregua, Dumbaria y Jyles notaron que el número de enemigos contra los
que ellos dos peleaban había disminuido considerablemente, ya que se
encontraban bastante dispersos. Sin bajar la guardia en ningún momento, los dos
duendes dejaron que sus espadas se evaporaran en sus manos, se retiraron del foco más amplio de la
batalla, donde habían estado inmersos, y se subieron al árbol donde previamente
había estado posada Dumbaria para tener una mejor vista de todo el lugar y
hacer recuento.
“Son pocos”, escucharon los soldados en sus mentes.
El pensamiento había sido tan potente, que resultó obvio que la información la
habían dado Dumbaria y Jyles a la vez. “Demasiados pocos…al menos los que
venían a pie”.
Los soldados siguieron luchando como si nada hubiese
interrumpido el pensamiento en sus mentes. Los duendes de la retaguardia se
veían rodeados por sus enemigos, y éstos, a su vez, se veían rodeados por las
escurridizas dríades. Si habían llegado tan lejos, se debía, sin lugar a dudas,
a la fuerza bruta que empleaban.
Los trolls armados con hachas no daban abasto entre
las criaturas peludas que quedaban y los trasgos que cargaban contra ellos y
contra los silfos protectores de las hadas; los que iban armados con piedras
enfocaban todos sus esfuerzos en proteger a los grupos de hadas jóvenes que
habían quedado desprotegidas al verse los silfos obligados a pelear.
Viendo que las últimas filas estaban tan agobiadas
en su ataque, mientras que las primeras podían luchar en pequeños grupos contra
cada adversario, Dumbaria indicó a parte de los duendes y dríades de las
primeras filas de ataque que se replegasen hacia la retaguardia, atacando a sus
enemigos por la espalda mientras los demás cubrían las suyas. De esta forma,
tanto los silfos como los trolls que los ayudaban pudieron reorganizarse para
hacer más efectivos sus ataques, y los más heridos encontraron un respiro para
recuperar las fuerzas.
Los dragones adultos, los jinetes de los jóvenes y
las náyades pensaron con fuerza la información que podían aportar a los dos duendes.
“Por aire y agua son más que nosotros”, concluyeron.
“Es una trampa”, les llegó la voz de Dumbaria.
“Hay más, muchos más soldados de a pie. Están
escondidos, esperando que nosotros estemos debilitados para atacar”, Añadió la
voz de Jyles.
¿Cómo no se habían dado cuenta antes? ¿Cómo habían
podido pasarlo por alto? Los orcos y trasgos
eran, por naturaleza, bastante estúpidos; al perder la magia que antaño
tuvieron, la evolución había hecho decrecer sus cráneos, por lo que sus
capacidades se habían visto reducidas a sus instintos más básicos, y parte de
su inteligencia se había convertido en pura fuerza bruta. ¿Habían subestimado
la capacidad de estrategia de sus enemigos? ¿Era posible que estuviesen equivocados, que realmente
hubiesen acudido a la batalla todos los orcos y trasgos que debían acudir?
-Tenemos que hacer algo, - le comentó Jyles a
Dumbaria en voz alta- no podemos dejar que ganen terreno, que nos debiliten y
luego aparezca la retaguardia.
-Tampoco podemos dividir a las tropas para ir en su busca, sería nuestra perdición -le
contestó ella.- Ni siquiera estamos seguros de que haya más.
-Si los hay, debemos detenerlos. Sólo pueden estar
escondidos en un sitio, es el único lugar.
Dumbaria le miró a los ojos, con serenidad,
intentando adivinar sus pensamientos a través de ellos.
-¿Crees que será suficiente? No sabemos cuántos pueden
ser, ¿Crees que podremos con ellos? -preguntó ella, sabiendo ya la respuesta. A
pesar de que su rostro se mantenía impasible, una sonrisa altiva se abrió paso
entre las comisuras de su boca.
-¿A qué estamos esperando? -fue la respuesta de
Jyles tras leer el temblor en los labios de su compañera.
Ambos sonrieron con complicidad, se miraron a los
ojos socarronamente, casi con burla, bajaron del árbol de un salto, y empezaron
a correr al unísono hacia el este, huyendo de la batalla por donde los
adversarios habían llegado.
“¡Seguid luchando!”, ordenaron. “Vamos en busca de
la retaguardia. Mantenednos informados sobre lo que ocurre en la batalla.
¡LUCHAD!”
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