Los dos duendes volvieron a mirarse; esta vez, con preocupación.
Se mantuvieron en esa posición durante unos segundos, los ojos de uno fijos en
los de la otra, completamente ajenos a las bestias que ya empezaban a salir de
la cueva, sin haberse fijado en ellos. Tras un instante de silencio, ambos
asintieron y se dieron la espalda.
“¿Estás seguro?”, preguntó ella a la par que
avanzaba, separándose de su compañero.
“¿Hay alguna otra forma?”, preguntó él a su vez,
cuando ella volvía a introducirse por la estrecha abertura en la roca. “Estaré
bien, más diversión para mí”.
Ella supo, aunque no podía verle la cara, que le
había guiñado un ojo, burlón. Dumbaria, preocupada por la suerte que podría
correr su compañero, salió de la cueva por donde había entrado, dejando a su
amigo dentro, completamente solo. Los orcos y los trasgos estaban aún saliendo
de la cueva, en filas de tres, pues el ancho no permitía más que eso.
“Ten cuidado”, le llegó desde el interior de la
cueva.
“Tú también”, pensó ella, preocupada, aunque sabía
que podría apañárselas solo.
Reprimiendo sus instintos, Dumbaria se alejó de sus
enemigos, separándose de la montaña y acercándose al borde del fiordo, y empezó
a correr más rápido incluso de lo que había corrido para llegar a aquel lugar,
pero igual de silenciosa.
En menos tiempo de lo que había previsto, llegó a
donde aún se desarrollaba la batalla, cruel y encarnizada. La hierba, así como
algunos árboles, estaban carbonizados; algunas dríades que no habían tenido
tiempo de huir de las llamas yacían muertas entre los restos de lo que un día
fueron árboles enormes. “Al menos,”, pensó, “el fuego ha cesado, que es lo más
importante”.
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