Érase
una vez que se era,
en un
año de aquesta era
un mago
con su túnica,
y una
barba que se enredaba en la hierba.
Conocido
era el mago como Queran;
conocido
era por su gran destreza…
no la
de la magia,
si no
la de contar historias que antaño reales eran.
Escuchad,
queridos,
la historia que ahora cuenta,
y
prestad oído: ya no es cierta,
aunque
antes sí lo fuera.
“Con el
corazón en un puño y el vello erizado, huía de la bestia que le perseguía desde
hacía ya rato. Tenía colmillos grandes como casas y ocho ojos que acaso
parecieran ocho lunas, aunque en vez de blancas, eran oscuras. La cabeza, tan enorme
casi como el resto del cuerpo al completo, se bamboleaba con cada zancada que
daba en pos de su presa; era una cabeza peluda en ciertas zonas, y desprovista
de todo pelo, apenas algo más que duro pellejo, por otros lados. Si lo mirase fijamente
-si acaso tuviere tiempo para tamaña estupidez-, el muchacho habría podido ver
que la cara del bicho estaba cubierta de pelo a la inversa que pudiere estarlo
la de cualquier hombre. No, por supuesto, él no se había dado cuenta; bastante
tenía con correr y correr tratando de evitar las pesadas patas como troncos -seis,
por si fuera poco- que lo perseguían, intentando no pensar en los chorreantes
colmillos que sobresalían de sus fauces, cinco hacia arriba y cuatro hacia abajo
-sabe Anyra el porqué de tan absurda anatomía-.
De
repente, cuando sus temblorosas piernas y la incontrolada respiración que hacía
rato les acompañaba empezaban a avisarle de que no podría seguir corriendo por
mucho más tiempo, aquella extraña criatura salida del mismísimo infierno se
desplomó tras sus pasos y exhaló, junto a su último aliento, un atronador
rugido que hizo que temblara el bosque entero, se estremecieran los mares y llorara
la montaña. Se vio nuestro gallardo protagonista, de buenas a primeras, tirado
en el suelo, mirando a la bestia y temblando de miedo. Sus ojos castaños, escrutaron el enorme cuerpo de su agresor intentando
adivinar la razón de su repentina muerte. Las pupilas centrales, que eran del
mismo tono que su piel, le indicaban lo que podría haber divisado cualquier
animal o cualquier humano: aquel demonio era tan grande como fiero; los enormes
ojos oscuros tenían una consistencia lechosa y un brillo asesino que hacía
parecer que aún viviera; los colmillos, en cambio, se veían duros y afilados,
mortíferos a más no poder. El enorme cuerpo con sus desproporcionadas
extremidades no eran más que un amasijo de piel rota por los huesos, y sangre.
Por
otra parte, sus pupilas laterales, de un azul intenso, le informaban de que
cada uno de los ocho ojos estaba, a su vez, formado por quince esferas oscuras,
unidas por una masa viscosa que no cesaba de moverse entre ellas. Asqueroso.
Además,
aquellos horribles colmillos que habían estado a punto de despedazarlo en más
de una ocasión durante su huida, resplandecían a la luz de la luna con un
brillo metálico, como si se tratase de la luz de una espada.
También
pudo ver la causa de la muerte: la enorme mole de su cuerpo yacía bajo toneladas
de magia. Sólo había un ser en el mundo capaz de invocar una magia de tamaño
poder.
Con deliberada
lentitud se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, sin dar la espalda a la
bestia; aún no podía creer que estuviera muerta. Con una mano, aún temblorosa
por la carrera y el susto, se limpió el sudor de la grisácea piel y se apartó
los oscuros mechones de pelo de la frente. Se miró las manos, extrañado. Eran largas
y finas, delicadas a la vista, pero fuertes
para la lucha y, por primera vez en su corta vida, estaban manchadas y
llenas de sudor.
Sudor. Él
nunca había sudado. Había corrido y corrido por mil caminos y senderos tortuosos
desde que tuvo edad para hacerlo, mas nunca se había manchado y, desde luego,
nunca había sudado. Hasta ese momento.
Sintió
un escalofrío recorriéndole la espalda cuando una mano, alargada y fina como la
suya, se posó en su hombro.
-Hola,
abuelo- dijo sin levantar la vista de sus dedos.- Gracias.
El
anciano, que compartía con su nieto el color grisáceo de la piel, no dijo nada.
A pesar de haber vivido casi tantos años como el mismo mundo, Grael tenía la
piel tersa y fina, tanto, como la de su nieto Ïniël; sin embargo, a diferencia
de este, su pelo era oliváceo, señal de su vejez.
Los
dorados ojos de Grael escrutaron con atención al muchacho, aún sentado en el
suelo, haciendo caso omiso de la enorme mole que yacía muerta a escasa
distancia de ellos. Tras meditarlo unos momentos, se sentó a su lado, aún con
su mano en el hombro del muchacho, y le hizo levantar la cabeza.
Cuando
Ïniël clavó la mirada en la doble pupila de su abuelo no pudo evitar llorar. Llevaba
ya rato aguantando las lágrimas, pero la sabiduría que normalmente se reflejaba
en los ojos del anciano había sido reemplazada por miedo; sus pupilas
centrales, por lo general negras como los ojos del unicornio que le dio la
vida, había perdido la luz que las caracterizaba, dándoles la apariencia de
oscuros pozos vacíos; por otra parte, las pupilas laterales, que siempre habían
sido como rubíes atravesados por un haz de luz, se veían de un rojo apagado y
sin vida.
-¿Qué
te ha pasado, abuelo? ¿Es culpa mía?
Grael
sonrió con esfuerzo y limpió las
lágrimas de Ïniël. Nunca, desde que él tenía memoria, había llorado ningún
elfo; eso era algo que estaba reservado para los humanos.
-Eres
joven, Ïniël, apenas has cumplido dos milenios sobre este mundo… y aun así has
estado a punto de perder hoy la vida por un capricho. La magia que he tenido
que emplear para salvarte la vida es muy poderosa, y ya sabes que siempre hay
que dar algo a cambio. Por si esto no fuera suficiente, esa bestia era una de
las más ancestrales que habitaba la tierra, una de las dos últimas de su
especie. Era un bicho maligno, apenas inferior a un demonio, y su muerte traerá
consigo grandes desgracias, pues a pesar de su maldad, forman parte del ciclo
de la vida, y de la vida misma.
-¿Cuáles
son las consecuencias, abuelo?- preguntó Ïniël, temiendo saber la respuesta.
-Las
consecuencias de la muerte de este Karvyoth serán devastadoras para este mundo,
pues dejará de existir tal y como lo conocemos ahora cuando muera su pareja,
pues ya no habrá descendencia posible al ser esta la última hembra; sin
embargo, un mundo nuevo nacerá de este, con nuevas criaturas y nuevos hombres
que relegarán a los elfos al olvido y a su muerte. Tú no habrás de temer por
ello, pues los Karvyoth son criaturas muy longevas, y si la pareja de ésta
tiene su misma edad, como es común entre ellos, aún le quedan varias decenas de
milenios por vivir…a no ser que a algún otro insensato como tú le dé por
intentar beber del agua de la vida, que tan celosamente guardan.
-¡No
era para mí!- gritó Ïniël, lleno de vergüenza y furia- ¡Sólo intentaba guardar
un poco en un odre para poder llevársela a Luna! Es el único unicornio vivo que
queda, y se está muriendo- acabó susurrando, sus últimas palabras apenas un suspiro
audible, ahogadas por el dolor.
-Luna
se está muriendo porque así debe ser; ha llegado su hora, igual que llegó la de
todos sus antepasados… ¿Acaso crees que yo no sufrí cuando murió su madre?
Anyra fue quien me dio la vida, y yo hube de verla morir porque así estaba
escrito. Cuando Luna muera, nacerá su hijo, otro unicornio, pues es la única
forma de renovar la magia en el mundo. Así ha sido siempre.
-No lo
sabía- dijo Ïniël- pensé… pensé que si moría dejaría de existir la magia, que
los unicornios se extinguirían para siempre… pensé… que tenía que salvarla.
-Ahora
ya no importa, Ïniël.- Grael volvió a levantarle la barbilla para obligarlo a
mirarlo a los ojos- Y no debes culparte: el ciclo vital de los unicornios es un
misterio que les es desvelado a los de nuestra raza a la edad adulta, y tú no
eres más que un chiquillo. Ha sido un acto muy noble arriesgar tu vida para
salvar la suya, pero los actos nobles no son siempre los más acertados: hay
veces, en que es mejor preguntar a los de mayor edad y seguir su consejo,
aunque a primera vista carezcan de sentido… Aunque nunca debes actuar sin saber
el porqué de tus actos.
-No
entiendo lo que eso significa.
-Ya lo
descubrirás con el tiempo, cuando seas viejo y más sabio, quizás.
-Aún
queda mucho eso, abuelo.
-No
tanto como imaginas- las palabras de Grael asustaron al muchacho, pues sonaron
llenas de miedo y de tristeza.
-¿Qué
quieres decir?- Ïniël también sentía miedo ahora; no el miedo que había sentido
al entrar en la cueva del Karvyoth… ni siquiera el miedo que había sentido
cuando éste le perseguía se asemejaba al profundo miedo que sentía en ese
momento. Al fin y al cabo, nunca había conocido el miedo en la voz de su
abuelo.
- Escúchame,
Ïniël, como ya te he explicado en numerosas ocasiones, la realización de la
magia requiere de un sacrificio, y mayor debe ser ese sacrificio cuanto mayor
es el poder que se usa…y el poder que he necesitado para salvarte de ese
engendro requiere un precio muy alto a pagar. La vida de Luna está llegando a
su fin, no le queda más de quinientos años de vida, y eso con un poco de
suerte; sin embargo, tú no llegarás a verla morir.
Ïniël
no dijo nada, pues tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. No fue
necesario que lo hiciera.
-Ïniël,
mi magia estaba destinada a salvarte, y por ello eres tú quién ha de pagar por
ella. He salvado tu vida a cambio de tu vida misma. Mírate las manos, Ïniël.
El joven elfo mantuvo la vita fija en los ojos de su
abuelo, en su doble pupila yerma. El silencio empezó a hacerse tenso entre
ambos y la tristeza se acentuaba en la cara del anciano, una tristeza que
empezaba a ser dolorosa para su propio cuerpo. Finalmente bajó la vista hacia
sus manos. Empezó a llorar otra vez.
Su piel
grisácea se había vuelto de un tono mucho más claro, como la piel de los
hombres. Sus manos, que siempre habían sido largas y finas como las de toda su
especie, eran ahora más cortas y rudas, más redondeadas…como las manos de los
hombres.
Tras un
momento que bien podía haber sido unos minutos o una eternidad, Ïniël volvió a
mirar a su abuelo; sus ojos, ahora de una sola pupila negra, estaban anegados
en lágrimas que ya no querían salir.
-¿Por
qué?
-Era la
única forma.
-¿Por
qué?- volvió a preguntar Ïniël, tras una larga pausa.
Volvió
a hacerse el silencio. Si los elfos pudiesen llorar, dos largas lágrimas
habrían recorrido las tersas mejillas de Grael en ese momento. Sus lágrimas
fueron el silencio que siguió a la pregunta Ïniël, la incapacidad para hablar.
-¿Por
qué lo hiciste?-preguntó al fin Ïniël- ¿Por qué no me dejaste morir, por qué no
dejaste que simplemente me atrapara? Habría sido igual para mí…habría muerto
igualmente, y no tendría que sufrir esto. Y aún habría dos Karvyoth, su especie
podría mantenerse y el mundo no tendría que cambiar, ¡seguiría habiendo elfos
durante cientos de milenios!... ¿Por qué?- se sentía confuso, triste, lleno de
miedo y, por primera vez en su vida, experimentó un sentimiento humano: el
odio.
-Porque
era lo que tenía que hacer- fue la respuesta de Grael.- He intentado evitarlo-
continuó- he intentado hacer lo posible y lo imposible por evitarlo…pero no he
llegado a tiempo- se le rompió la voz. Tras una pausa, siguió hablando- no he
podido pararte a tiempo, ya era demasiado tarde y recé a Anyra para que me
ayudase a tomar la decisión correcta. Ella fue quien me guio, y yo seguí sus
pasos. El mundo está destinado al cambio, Ïniël. Dentro de miles de años morirá
el último Karvyoth, y con él morirá el último unicornio, y éste no dejará
descendencia. Llegará el fin para la raza de los elfos, y será a manos de los
humanos. Quizá no sean ellos los que nos maten directamente, no tienen medios
para ello…pero matarán todo lo bello que existe y con lo bello moriremos
nosotros. Nuevas cosas bellas surgirán, pues Anyra es sabia, y la Naturaleza es
su hija, mas no nacerá con ésta una nueva raza de elfos, pues ellos serán lo
que surja bello.
>>Y
tú, hijo mío, habrás de pagar el castigo de este cambio. Tú serás el primer
elfo que muera, pues ahora eres el único elfo mortal; este es el pago por tu
vida. Sin embargo, también serás recompensado por tu gran valor y tu nobleza,
pues obraste en pos de un bien: tú serás el que nos guíe; tras tu muerte tú
guiarás a los que mueran detrás de ti, tú los ayudarás a renacer como lo bello
que ha de surgir, y sólo cuando todos hayan encontrado su nueva forma, tú
nacerás otra vez como lo más bello que exista, pues eres tú, Ïniël, hijo de
Äraä, hija de Grael, el primero de nuestra especie, el único elfo que ha
intentado salvar a un unicornio de su muerte. Eres un héroe… un inconsciente,
sí, pero también un héroe, y por todos serás recordado como tal. Al fin y al
cabo, nunca nadie ha intentado salvar la magia y la belleza de este mundo,
siendo “el último en su especie”, por llamarlo de alguna forma. Quizás no lo
hicieran por instinto; quizás fuera por miedo o quizás no lo hicieran pensando, simplemente, que así
debía ser. El caso es que nadie lo intentó hasta que lo intentaste tú.
Ïniël
no entendía del todo lo que decía su abuelo, pero sí entendía lo más
importante, y era suficiente, pues ya no sentía odio. Ya se molestaría entender
lo demás con el paso de los años.
-Dime,
abuelo, ¿cuántos años llegaré a vivir como humano?
-No lo
sé, hijo. Como eras un elfo joven, te has convertido en un humano joven
también. Calculo que ahora debes tener unos siete u ocho años, por lo que te
queda una larga vida por delante. Efímera para un elfo, pero muy larga para un
humano, pues tampoco serás un humano corriente. Si vives en paz y sin olvidar
quién eres, quizá llegues a vivir trescientos años, algo más que los humanos
más longevos.
Ïniël
se levantó despacio, y permaneció de pie, inmóvil, mirando la figura
contrahecha del engendro que había estado a punto de matarlo. Se sentía en paz,
tranquilo. Ya no tenía miedo ni ganas de llorar. Sentía las lágrimas y el sudor
seco por todo el cuerpo, el pelo pegado a la cara. Era consciente de que su
ropa estaba llena de mugre. Incluso sus nuevas manos estaban manchadas de
barro. Pero ya no le importaba.
Cerró
los ojos y sintió la brisa en cara. Olía
a demonio muerto; sonrió.
-Gracias,
abuelo- abrió los ojos y, sonriendo, se alejó de allí. Sin mirar a su abuelo
una última vez; sin mirar al bicho gigante, sólo con su sonrisa y el olor que
le traía la brisa.
-Gracias,
Ïniël- contestó Grael cuando el muchacho hubo desaparecido.- Gracias por
mostrarme el camino.- Sonrió.”
Ésta es
la historia
que
contó el viejo mago,
y fue
oída por un oso,
un
koala y un leopardo.
Es ésta
una realidad que ya ha sido
pero
que ya no es…
lo
siento si os he aburrido,
mas así
había de ser.
Y colorín
coloriendo,
esto
una historia para Ro acabó siendo.
Flipolo
ResponderEliminar¿Por qué?
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPorque me gusta
ResponderEliminar¡qué cuqui! ^^
ResponderEliminarMe encanta *^* (Si te soy sincera ya no recuerdo sobre quién te dije que escribieses xD)
ResponderEliminarSabía que no podía esperar menos de ti <3
Muchas gracias por este regalo ^^
sobre un elfo de piel grisácea, pelo oscuro y ojos marrones :P
Eliminargracias por el comentario ^^
Es increíblemente alucinante.
ResponderEliminarMe ha encantado, TODO.
LA historia, el cambio, y como algo que parece malo es bueno, después malo y después bueno. Y finalmente... simplemente es.
Chulísima la entrada, de las mejores que has escrito con diferencia.
Te quiero, por cierto :)
¿En serio? O.o pero si no tiene nada... pero gracias ^^
Eliminaryo también te quiero :)